EL SURGIMIENTO DEL
CAPITALISMO
El capitalismo existe donde habitan hombres libres y
existe menos donde el hombre está sujeto a las normas de un estado dirigista, o
que tal Estado esté gobernado por un autócrata. Es por ello que puede afirmarse
que capitalismo y libertad son dos conceptos inseparables y que el hombre libre
ve al Estado como un simple instrumento que debe convenientemente ejercer un
poder limitado y dirigido a proteger sus libertades fundamentales, entre las
que se encuentran la preservación de la ley y del orden, el cumplimiento de los
contratos privados, la promoción de los mercados competitivos, la disposición
de los medios para cambiar las normas y la mayor dispersión posible del poder.
Así, el capitalismo es tan antiguo como el hombre mismo, que muy temprano en su
vida comunitaria descubrió que tanto la división del trabajo como la formación
espontánea de los mercados le era más favorable que la vida aislada y en
solitario. Es decir, el capitalismo no puede existir para un Robinson Crusoe,
entre otras cosas, porque para éste no tendría sentido alguno. De esta
observación surge nuestra afirmación de que el capitalismo no fue, propiamente,
un invento de nadie, como no lo fue la lengua hablada, sino una formación
espontánea, orgánica, que, como la familia misma, nace de la necesidad impuesta
por el ansia de progreso social que desde el amanecer de la civilización ha
estado presente en la mente del ser humano. Erróneo resulta, entonces, pensar
en una autoría u origen determinado, sea éste fenicio, judío o protestante. Es
un simplismo afirmar, como lo hizo el sociólogo Max Weber, que la ética
protestante rompió los vínculos que ataban a la gente a una forma tradicional
de producir y comerciar, provocando así el auge capitalista en Europa. Lo
cierto es que, al contrario de lo afirmado por Weber, el auge del capitalismo
en Europa precedió la Reforma por varios siglos.
El cuento de Weber es como sigue: el
capitalismo se originó solamente en Europa porque de todas las religiones
existentes la única en proveer una actitud moral era el protestantismo en que
condujo a la gente a buscar la riqueza material como signo del favor de Dios
dispensado a la criatura. Weber era protestante. Por ello, todo esto tenía que
ver con la predestinación, según la cual la humanidad se dividía entre aquellos
que se iban al infierno y aquellos que se iban al paraíso; era de esperarse que
a éstos últimos Dios diera una inequívoca señal de su destino final
materializada en la riqueza. De allí que los adeptos de esta creencia buscaran
la riqueza material para demostrarse a sí mismos el favor de Dios. Según Weber,
esto condujo al rápido desarrollo del capitalismo, entendido como producto de
lo que él llamó la«ética protestante». Pero con lo que Weber no
contaba era con que en el norte católico de Italia existía un vibrante
capitalismo y que desde el siglo XII en las repúblicas de Venecia, Génova y Florencia
existían las más esenciales características de una moderna economía de mercado,
a saber: el comercio, el crédito, los beneficios industriales, la especulación,
los bancos, los tipos de interés y la empresa privada. Weber había creado un
exitoso cuento chino para sociólogos europeos.
EL CAPITALISMO EN LA EUROPA CATÓLICA
Los primeros ejemplos del capitalismo moderno aparecen en
los monasterios católicos de Italia y no en los países nórdicos
protestantes. Es más, el capitalismo incipiente y aun desarrollado ya
existía en la China, en el mundo islámico, en la India, en Bizancio, en Roma,
en Grecia, en Egipto y en otras civilizaciones premodernas. En el Código
de Hammurabi y los fragmentos de Nippur que lo completan se limita la tasa de
interés, pero no se prohibe. En el Antiguo Egipto también rige el sistema de
limitación legal de la tasa de interés, pero tampoco se prohibe; más bien, se
refuerza su pago, como que en una ley del monarca Asychis se obligaba a
dar en prenda la momia del padre. En Grecia, por su parte, los préstamos a
interés alcanzaron un enorme desarrollo pues, a diferencia de Roma, nunca hubo
limitación alguna de los tipos. La tasa de interés fluctuaba entre el 12% y el
20% anual y los griegos nunca se atrevieron a abolirla ni a fijarla, pues
temían que tal medida podía constituirse en un obstáculo para el desarrollo del
comercio. Es decir, consideraban que el dinero era tan productivo como
cualquier otro bien, aunque Aristóteles argumentara en su Política que debía
aborrecerse la usura porque la ganancia se obtenía del mismo dinero cuya
función era el cambio y no producir más dinero. Esta idea la harían suya muchos
teólogos medievales, quienes arrastraron la idea de que el dinero es estéril y,
puesto que no producía nada, era injusto exigir intereses por las sumas
adeudadas.
Santo Tomás reproduce de cierta
manera esta idea, pero asegura que lo que se vende es tiempo y que el tiempo no
puede ser propiedad individual. Santo Tomás no había considerado que, en
realidad, todo lo que se hace se hace en el tiempo y que es el tiempo lo que le
da o quita valor; por ejemplo, el alquiler de un inmueble se hace para
determinado período, pues lo que se alquila es un bien inmueble en el tiempo,
por lo que el alquiler se constituye en pago por tiempo de uso. Así mismo, el
dinero se alquila en el tiempo, que todo lo desgasta o disminuye. La
compensación exige que si el hombre prefiere un bien presente a un bien futuro,
del ratio resultante entre el valor de los dos bienes, dividido el valor futuro
por el valor presente, surge el tipo natural de interés.[1]
Que esa irracional postura fuera asumida por el príncipe de la
razón que era Santo Tomás atestigua que la irracionalidad puede acometer la
mente humana en cualquier momento, sobre todo cuando ya existen prejuicios
firmemente establecidos contra algo tradicionalmente despreciable como era la
usura, entendida como interés. La prueba de esto es que de una mente tan
esclarecida como la de Aristóteles saliera la tesis de que el comercio es
antinatural, innecesario e inconsistente con la virtud humana.[2] Lo mismo creía Plutarco, para quien toda actividad
dedicada a las necesidades humanas era innoble y vulgar.[3] Idéntica opinión era sostenida por Cicerón, con lo
cual Venecia no habría sido posible, pues sabido es que fue la primera ciudad
que pudo vivir del comercio. Como quien dice, tampoco habría sido posible el
progreso y el bienestar humanos. Por su parte el argumento de Aquino contra la
usura se fundamentaba en otra invención suya. Para él, el dinero se «consumía»
totalmente, «desaparecía» en el intercambio, luego cuando alguien cargaba
intereses en un préstamo, los cargaba dos veces, por el propio dinero y por su
uso, tesis que no deja de ser hoy realmente extraña y sorprendente. Pero
obra a favor de Aquino el que haya pensado en que la propiedad privada era una institución económica deseable
porque complementaba el deseo interno del hombre por el orden. Aquino ayudó a
suavizar la tradicionalmente negativa imagen del comercio que caracterizaba el
pensamiento Patricio. Para Aquino, el comercio en sí mismo no era malo sino
que, más bien, su valor moral dependía de los motivos y la conducta del
comerciante. Además, el riesgo asociado con traer bienes de donde son abundantes
a donde son escasos justificaba el beneficio mercantil. Por eso cabe la
pregunta: ¿No es, por extensión, de la naturaleza de la propiedad privada el
cobro de intereses sobre el capital prestado, que es un bien privado?
Infortunadamente, Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, introdujo una serie de
ambigüedades y oscuridades en sus análisis, aunque es también justo decirlo,
cuando aseveró que el determinante del valor de intercambio era la necesidad o
utilidad de los consumidores, estaba incorporando conceptos modernos que bien
podrían juzgarse como proto-escuela austriaca de economía.
Al contrario
que Aristóteles, Santo Tomás era altamente favorable a las actividades de los
mercaderes. Particularmente importante fue el breve apunte de Aquino de que en
el intercambio se deriva beneficio mutuo para comprador y vendedor. Como
indicaba en laSumma, «comprar y vender parece haber sido instituido para el
beneficio mutuo de ambas partes, pues uno necesita algo que pertenece a otro y
viceversa». En el fondo, estaba estableciendo la Ley Natural de la
economía que parece postular que la justicia se alcanza cuando un comprador y
un vendedor concurren al mercado y acuerdan allí el precio de lo que
intercambian. Esta situación se da siempre y cuando los contratantes lo hagan
libremente y sin coerción alguna y cuando gocen de plena capacidad mental. El
tomismo demostraba que las leyes de la naturaleza, incluyendo la naturaleza de
la humanidad, aun en el sistema de libre mercado, ofrecían los medios a la
razón humana para descubrir una ética racional.Y esa ética ya estaba plasmada
en la misma Parábola de los Talentos (Mt 25: 14-30) en cuya primera parte el
capitalismo comercial queda plenamente justificado: «Un hombre que se
iba al extranjero llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda: a uno dio
cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad; y se
ausentó. enseguida, el que había recibido cinco talentos se puso a negociar con
ellos y ganó otros cinco. Igualmente el que había recibido dos ganó otros dos.
En cambio el que había recibido uno se fue, cavó un hoyo en tierra y escondió
el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo, vuelve el señor de aquellos
siervos y ajusta cuentas con ellos. Llegándose el que había recibido cinco
talentos, presentó otros cinco, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste;
aquí tienes otros cinco que he ganado. Su señor le dijo: ¡Bien, siervo bueno y
fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el
gozo de tu señor. Llegándose también el de los dos talentos dijo: Señor, dos
talentos me entregaste; aquí tienes otros dos que he ganado. Su señor le dijo:
¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te
pondré; entra en el gozo de tu señor.»
Ahora bien, en cuanto a las prácticas
capitalistas se refiere, en Roma, por ejemplo, un oficial de nombre Dionisio se
enteró de que la moneda iba a ser devaluada por Diocleciano e instruyó
inmediatamente a uno de sus administradores de nombre Apio le empleara todo el
dinero que poseía en comprarle mercaderías. Dionisio sabía que al introducir
más cobre en las monedas de plata el precio de las mercaderías subiría, con lo
cual se aventuró a comprar más barato para vender más caro, en un acto de pura
especulación mercantil y de protección de su peculio e interés individual.[4] Es decir, el capitalismo estaba firmemente
consolidado como práctica común en la antigüedad. Y desde el punto de vista
teórico, esta práctica de comprar y vender a precios de mercado era también
compartida por nadie menos que el Aquinate quien, junto con otros eclesiásticos
de su época, compartía la opinión de que no existía precio justo distinto del
que diera el mercado. Así que su conclusión en la Summa era
que el valor de los bienes económicos es el que procede del uso humano y se
mide por un precio monetario para cuyo propósito el dinero se había inventado.
Además, en la Summa, Aquino advierte la influencia de la oferta y
la demanda en los precios: una oferta más abundante en un lugar tenderá a bajar
el precio en ese lugar y viceversa. Como si fuera poco, Santo Tomás describió
sin condenar en absoluto las actividades de los mercaderes al obtener
beneficios comprando bienes donde son abundantes y baratos y luego
transportándolos y vendiéndolos en lugares donde son bienvenidos. Por eso
también afirmó, citando a San Agustín, que era natural y legal querer comprar
barato y vender caro.[5] San Alberto Magno propuso, por su parte, que
el «precio justo» era aquél «que tienen los bienes de
acuerdo con la estimación que el mercado hace de ellos a tiempo de venta».[6] Lo que estos Padres mostraban era un respeto
fundamental por las fuerzas del mercado.
Cierto es que el
catolicismo enseñaba la frugalidad en las costumbres y hasta llegó a
manifestarse en contra de los intereses, del comercio y de las finanzas
bancarias; cierto que muchos papas condenaron la usura, fundamentándose en
algunos preceptos bíblicos, como en Éxodo 22: 25; Levítico 25: 35-37,
Deuteronomio 23: 20, Lucas 6:35. Si esto estaba tan claro, ¿por qué el
llamado «pueblo del Libro» era el que, precisamente, violaba
con los cristianos estos preceptos e incurría en la práctica de otorgar
préstamos a interés? ¿No eran los más llamados a acatar lo que los primeros
tres libros de la Torá indicaban? ¿O era que quizás la Biblia había querido
señalar la usura no como el interés competitivo y de común ocurrencia, sino
como el interés por fuera de toda proporción y común usanza en un momento dado
en el tiempo? Por lo pronto miremos las prohibiciones que recaían sobre los
cristianos.
Entre los concilios que específicamente condenan la usura se
encuentra el Concilio de Arlés del 314; el Primer Concilio de Nicea del 325; el
Primero de Cartago del 345; el de Aix del 789; el Segundo Concilio de Letrán
(canon 13) del 1139;[7] el Tercer Concilio de Letrán del 1179; el Tercer
Concilio de Lyon del 1274 que prohibió alquilar inmuebles a los usureros y le
negaba confesión, absolución y enterramiento cristiano; el Concilio de Viena
del 1311 que impuso excomunión al gobernante que legalizara la usura en su
Estado. Clemente V (1305-1314) en la Constitución Ex gravi ad
nos sentencia: «Si alguno cayere en el error de pretender
afirmar pertinazmente que ejercer las usuras no es pecado, decretamos que sea
castigado como hereje». En fin, una legión de papas se opusieron y
anatematizaron el cobro de intereses, como Urbano III (1185-1187), San Pío V
(1566-1572) Alejandro VII (1655-1667), León XIII y otros.
No obstante, las prohibiciones comenzaron a cambiar con el IV
Concilio de Letrán en el que se permitió cobrar intereses no considerados de
usura. Como se ve, ya la definición del término usura comienza a cambiar hacia
«intereses por fuera y por encima de lo común». Pero un paso atrás se dio tres
siglos más tarde en el V Concilio de Letrán en el que se define la usura
como «el lucro o interés que pretende obtenerse por el uso de una cosa
fungible, infructífera, sin trabajo, gasto ni peligro alguno», reversándose
la incipiente definición de usura del IV Concilio. Posteriormente el papa
Benedicto XIV la condena en 1745 en los siguientes términos:«El pecado de la
usura consiste en pretender recibir en virtud y razón del préstamo más de lo
que se ha dado, algún lucro sobre lo que se entregó, no observando la condición
de este contrato que exige la igualdad entre lo que se deja y lo que se
devuelve». Pero en este tema hubo muchas ambivalencias: Inocencio
XI (1676-1689) en su «Errores varios sobre materia moral, condenados por el
decreto del Santo Oficio, del 4 de marzo de 1679 dice: «(41) Como
quiera que el dinero al contado vale más que el por pagar y nadie hay que no
aprecie más el dinero presente que el futuro, puede el acreedor exigir algo al
mutuatario, aparte del capital, y con ese título excusarse de usura. (42) No es
usura exigir algo aparte del capital como debido por benevolencia y gratitud;
sino solamente si se exige como debido por justicia». Pero Calixto II
(1455-1458) ya había dicho en su «Sobre la usura y el contrato de censo de
la Constitución Regimini universales del 6 de mayo de 1455»
que «…esos habitantes y moradores, o aquellos de entre ellos a quienes
les pareciera que así les conviene según su estado e indemnidades, vendiendo
sobre sus bienes, casas, campos, predios, posesiones y heredades, los réditos o
los censos anuales en marcos, florines o groschen, monedas de curso corriente
en aquellos territorios, han acostumbrado a recibir de los compradores por cada
marco, florín o groschen, un precio suscrito competente en dinero contado según
la calidad del tiempo y el contrato de la compraventa… Con todo, algunos se
hallan en el escrúpulo de la duda de si tales contratos han de ser considerados
lícitos. De ahí que algunos, pretextando que son usurarios, buscan ocasión de
no pagar los réditos y censos por ellos debidos... Nos, pues... para quitar
toda duda de ambigüedad en este asunto, por autoridad apostólica declaramos a
tenor de las presentes que dichos contratos son lícitos y conformes al derecho,
y. que los vendedores están eficazmente obligados al pago de los mismos réditos
y censos según el tenor de dichos contratos, removido todo obstáculo de
contradicción». Anotamos, en primer lugar, que cuando Inocencio XI
dice que « nadie hay que no aprecie más el dinero presente que el
futuro» estaba anticipándose a la teoría de Mises y de la escuela austriaca
de economía sobre la formación de la tasa natural de interés, señalada
anteriormente. Para un economista profesional, ninguna duda cabe de que el Papa
estaba estableciendo un ratio de valores, v. gr., el valor futuro del bien
dividido por el valor presente produce la tasa natural de interés. Así
las cosas, algo debía estar pasando en el mercado libre para que la Iglesia
incurriera en tantas excepciones, contradicciones y ambigüedades y fuera
lentamente aceptando el interés sobre los préstamos como algo necesario para la
supervivencia de una sociedad comercial. Sí, algo debía estar pasando para que
entre Papa y Papa hubiese tanta diferencia conceptual.
Para los católicos de entonces, el principio de aceptación lo
produce la praxis comercial y las necesidades financieras que entran por la
puerta de atrás de las prohibiciones, con lo cual se da comienzo al
cuestionamiento de la validez teológica de las definiciones de la usura, por
cierto estrechas y miopes. La realidad empírica se imponía sobre la teoría
especulativa. Promediando el siglo XVI la Bula constitutiva del Monte de Piedad
de Vicenza permitió prestar dinero al 4% si el préstamo en cuestión se
destinaba para emprender negocios. La justificación para tal acción delata la
fragilidad en que se sustentaba la prohibición: que los préstamos en Italia
eran usualmente del 5% --lo cual también aceptaba que los católicos poco
caso hacían de las bulas anteriores-- y que tales intereses eran, en
realidad, una «indemnización» para que el prestamista no pusiera su dinero en
manos de los usureros. En la bula del V Concilio de Letrán Inter
multiplices del 28 de abril de 1515 (sesión X), León X
afirma: «Con aprobación del sagrado Concilio, declaramos y definimos
que los (antedichos) Montes de piedad, instituidos en los estados, y aprobados
y confirmados hasta el presente por la autoridad de la Sede Apostólica, en los
que en razón de sus gastos e indemnidad, únicamente para los gastos de sus
empleados y de las demás cosas que se refieren a su conservación, conforme se
manifiesta, sólo en razón de su indemnidad, se cobra algún interés
moderado, además del capital, sin ningún lucro por parte de los mismos Montes,
no presentan apariencia alguna de mal ni ofrecen incentivo para pecar, ni deben
en modo alguno ser desaprobados, antes bien ese préstamo es meritorio
y debe ser alabado y aprobado y en modo alguno ser tenido por usurario... Todos
los religiosos, empero, y personas eclesiásticas y seglares que en adelante
fueren osados a predicar o disputar de palabra o por escrito contra el tenor de
la presente declaración y decreto, queremos que incurran en la pena de
excomunión latae sententiae, sin que obste privilegio alguno». Como
se ve, esta excepción contradecía la definición de usura que el propio Concilio
había hecho.
El papa Inocencio X hizo, por su parte, otro tanto: contestó a
los misioneros de la China que cuando existía el riesgo de que la cantidad
prestada se perdiese, se podía pedir un interés compensatorio. Esta medida
dio pie a que comenzara a surgir un nuevo planteamiento sobre los
efectos «externos» del contrato --y no del contrato
mismo-- justificatorios del cobro de intereses: riesgo de pérdida del
dinero prestado; multa por retrasos en la devolución del capital y pérdida del
capital devuelto por causa de la inflación. Es decir, la interpretación de la
letra de la Biblia referida a las prohibiciones sobre el cobro de intereses
comenzaba a ser replanteada, al tenor de lo dicho por San Agustín: «diversas
cosas pueden ser entendidas de palabras que son, sin embargo, ciertas».
No poco efecto tuvo sobre este viraje conceptual tres
circunstancias adicionales: el clima de opinión de que las persecuciones a los
judíos se hacían, principalmente, por motivos económicos en que la codicia de
las coronas reinantes por apoderarse de sus bienes y solucionar sus problemas
de caja eran los motores que impulsaban tales acciones;[8] que al prohibir a los cristianos los préstamos a
interés, todo el dinero iba a parar a las arcas de judíos, lombardos y
templarios. Estos últimos, se establecieron en las principales ciudades de
Francia cuando llegaron de Tierra Santa, de donde trajeron las técnicas
bancarias sirias. Compitieron con los judíos, quienes por entonces cobraban
entre el 20% al 25% de interés sobre los préstamos, aunque muchos cristianos
prestaban al 100%. Una tercera razón
para ir levantando la prohibición era la demanda de empréstitos de los propios papas y príncipes, quienes pagaban intereses
entonces llamados de «usura». Es decir, se estaba dando pie a que popularmente
se pensara que a los papas gustaba la leche pero no la vaca.
El cambio de actitud también pudo haber sido influenciado por
una mayor comprensión de la Parábola de los Talentos (Mt 25:14-30), en boca del
propio Cristo. Todos sabemos que al tercer siervo, a quien su amo había dado un
talento, lo increpó al regresar de su viaje: «Siervo malo y perezoso, sabías
que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí; debías, pues,
haber entregado mi dinero a los banqueros, y así, al volver yo, habría cobrado
lo mío con los intereses. Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al
que tiene los diez talentos. Porque a todo el que tiene, se le dará y le
sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y a ese siervo
inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de
dientes.» Es posible que si esta parábola hubiese sido invocada a
tiempo las prohibiciones de Éxodo 22: 25; Levítico 25: 35-37, Deuteronomio
23: 20, Lucas 6:35 habrían sido puestas dentro de una perspectiva más serena y
acertada. Por lo menos se habrían evitado el baile y traspiés de papas y
concilios.
Recordemos que ya, en la vida real, en el 1206 Felipe Augusto concedió
el cobro de intereses al 43%, en tanto el Estatuto de Francia permitía hasta el
170% y Ottocar de Bohemia permitía un tipo libre. Por su parte, Alfonso X El
Sabio en su pragmática de marzo de 1253 prohibió que los intereses superasen
el «tres por cuatro», es decir, del 33,33% anual, interés que
se traslada al Fuero Real y a las disposiciones de las cortes de Valladolid de
1258. Es sobre esta base que se asentarían las ordenanzas sobre la usura que
posteriormente surgieron al desgaire de los tiempos. Por su parte, el papa
Gregorio IX escribe en una carta que «El que presta a un navegante o a
uno que va a la feria, cierta cantidad de dinero, por exponerse a
peligro, si recibe algo más del capital, no ha de ser tenido por usurero.
También el que da diez sueldos, para que a su tiempo se le den otras tantas
medidas de grano, vino y aceite, que, aunque entonces valgan más, como
razonablemente se duda si valdrán más o menos en el momento de la paga, no debe
por eso ser reputado usurero. Por razón de esta duda se excusa también el que
vende paños, grano, vino, aceite u otras mercancías para recibir en cierto
término más de lo que entonces valen, si es que en el término del contrato no
las hubiera vendido».[9]
La ambigüedad con que la usura estaba siendo tratada determinó
que tanto en el Fuero Real como en el Fuero Juzgo se establecieran tasas
limitativas del interés, aunque en las Partidas se hubiera optado por
prohibirlas del todo, tal como se indicaba en el Derecho Canónico. Por eso, si
examinamos las compilaciones de las leyes habidas en los diversos reinos
hispánicos de la Edad Media nos encontramos, más que con prohibiciones, con
regulaciones de los tipos de interés. Por ejemplo, la Ley VIII del Fuero Juzgo
intitulada «de las usuras que deven ser rendidas» establece el
límite del 12,5% de interés, so pena de que el prestamista pierda todos los
intereses aunque no el capital. Por su parte, el Fuero Real elevó el tipo de
interés hasta el 33% anual, en tanto que Carlos I y las Cortes de Madrid
introdujeron el tope del 10% anual. Posteriormente, la pragmática de Felipe IV
de 1652 redujo la tasa de interés del 10% al 5%, pronto se restableció al
10% y en la Novísima Recopilación de 1805 se devuelve al 5%, aunque en
los mercados rigieran otras tasas. Estos ejemplos son suficientes para
demostrar la ineficacia de las antiguas prohibiciones y que en el mundo
católico los tipos de interés se fueron abriendo paso por encima de las bulas,
las cartas papales y los concilios, por encima de las contradicciones y de las
ambigüedades, si hasta las mismas órdenes religiosas fungían de bancos y
ejercían el comercio del dinero.
En la Novísima Recopilación se asimila la nueva doctrina que
pone de presente las externalidades a los contratos de las que hice mención:
que el interés juega en los contratos en los que hubiera daño emergente, lucro
cesante, riesgo de pérdida o dilación del reintegro. Domingo de Soto, uno de
los originarios de la ciencia moderna,[10] en su obra de iustitia et iure(1557)
señala que las usuras son legítimas, toda vez que no se imponen por la ganancia
de los prestatarios, sino por la demora en su devolución y aclara que no
es pecado la usura cuando se añade al capital por razón de lucro algo que por
daño o por castigo se pierde. De Soto introducía el tiempo como factor
determinante para el pago de intereses y restitución del poder adquisitivo
perdido y concluye que es lícito pactar por anticipado el pago de intereses por
mora en concepto de castigo. Finalmente, en el siglo XVI se estaba asimilando
la noción de que para tener leche hace falta la vaca, por
desagradable que nos parezca el animal.
De Soto tenía como antecedente que en las Cortes de
Castilla de 1438, se
prohibió exigir un interés superior al 25%, pues desde mediados de este siglo
surgieron en el reino las Arcas de Limosnas, los Montes de Piedad y los
Pósitos. Tales instituciones surgieron de la necesidad de facilitar los
préstamos para reyes y gentes del común que negociaban capital y tipos de
interés en el mercado libre. Por otro lado, en la Escuela de Salamanca se tenía
por cierto que la usura era un incremento sobre el importe de un préstamo que
se admitía como compensación al pago retrasado (por supuesto que todo pago de
capital lo es y el factor tiempo vuelve y juega muy a pesar de Santo Tomás)
llamada poena convencionalis, o por daños sufridos por el
prestamista llamados damnum emergens, ya por cambio en las
monedas, ya por inflación, o, adicionalmente, por compensación de la cuantía
dejada de percibirse en una inversión alternativa. A esto se llamó lucrum
cessans. Martín de Azpilcueta, teólogo navarro (1493-1586),
perteneciente a la Escuela de Salamanca, es uno de los escolásticos que se
ocupó del valor del dinero, pues fue precursor de la teoría cuantitativa en su
obra «Comentario resolutorio de cambios», en donde dice que el
dinero vale más donde escasea que donde hay abundancia. Azpilcueta se aproximaba
mucho a la teoría moderna, si no fuera porque hoy también se sabe que donde hay
abundancia de dinero en relación con los bienes producidos, la inflación
resultante eleva los tipos de interés.
En conclusión: aunque la Iglesia considera un pecado la usura,
debe aclararse que el término usura también se ha venido modificando en su
interpretación, hasta el punto en que hoy se tiene que hace referencia a un
tipo de interés inusualmente alto; es decir, muy por fuera de la práctica
comercial en un momento dado. Por tanto, la tasa de interés que se mantenga
dentro del límite de la justicia no es posible determinarla a priori;
la tasa de interés que resulta justa y apropiada al tiempo que se vive es
aquella que se determina a posteriori y que está dentro del canon
de lo comúnmente aceptable.
LA FE Y LA RAZÓN
MUEVEN EL LIBRE MERCADO
No por todo lo que se ha dicho es menos cierto que hacia el
siglo XII y XIII los teólogos católicos defendieron las utilidades
empresariales como propias de la actividad productiva y, con ellas, la
propiedad privada como resultante de tales actividades; por extensión, el
interés sobre los préstamos no deja de ser una utilidad empresarial y un
legítimo producto de la propiedad privada que es el dinero fiduciario. Aquellos
teólogos no podían soslayar el hecho de que las actividades comerciales más
prósperas y dinámicas habían comenzado en los monasterios. Es decir, estaban
informando que toda actitud contraria a esta realidad era propiciada por una
comprensión teológica muy estrecha y recortada: partían de un razonamiento
fundamentado en la observación empírica del devenir humano. La razón y la fe,
pues, siempre estuvieron entremezcladas en la tradición católica y las
actividades capitalistas, o de libre mercado, no fueron excepción alguna:
tenían muy presente que la verdad no podía prescindir de la fe, como aptamente
anotó Clemente de Alejandría. El propio San Agustín también afirmó que aunque
la fe precedía a la razón, en cuanto que ella era indispensable para purificar
el corazón, había una pequeña porción de razón que, al persuadirnos de lo
anterior, tenía que preceder a la fe. Esta postura se abrió paso no sin ninguna
oposición, pues algunas órdenes monásticas como la franciscana y la
cisterciense argumentaron contra ella, pero al cabo triunfó la tesis
agustiniana, respaldada por la creciente influencia universitaria y el núcleo
intelectual que crecía a su alrededor. Para nadie es un secreto que el
nacimiento de estos centros de pensamiento no sólo fue un acto de razón, sino
un acto de fe en la racionalidad del hombre que, bajo la inspiración católica,
irrumpió en el imperio carolingio.
San Agustín
admiraba el progreso humano en todas las artes del hacer y del saber; por eso
dijo:«No ha inventado y aplicado el genio del hombre a incontables y
sorprendentes artes, en parte como resultado de la necesidad, en parte como
resultado de invenciones exuberantes… que indican una inextinguible riqueza en
su naturaleza que es capaz de inventar, aprender y emplear tales artes. Qué
maravillosos ¾y podemos decir sorprendentes¾ avances ha hecho la
laboriosidad humana en el arte de los tejidos y la construcción, de la
agricultura y la navegación»,[11] y todo ello porque Dios le había proporcionado una
naturaleza racional. El impacto de la cultura griega en la teología católica no
puede minimizarse, pues tanto San Agustín como Santo Tomás fueron herederos de
un legado que había pasado de los griegos a los romanos y que, pese a la
decadencia de éstos últimos, para nada se menguó su riqueza intelectual. Ambos
reconocieron la deuda que tenían con la cultura helenística.
El sentido del progreso a través de la razón alcanzó su mayor
altura con Santo Tomás en su Suma Teológica, pues es allí mismo
donde presume que Dios es el absoluto y máximo exponente de la razón, ya que es
ella misma, de acuerdo con Agustín y Tomás, que no nos permite aceptar de
manera absolutamente literal lo que dicen las escrituras, porque, como ya lo
había dicho San Agustín, «diversas cosas pueden ser entendidas de palabras
que son, sin embargo, ciertas». Contrario sensu, aquello que parece
cierto no lo es siempre. Tal es el caso de los llamados «hermanos de Jesús» que
en Mateo 12:46-50, en Juan 2:12 y en 1Cor 9:3-5 así los nombran, pero que un
más cuidadoso estudio e interpretación nos lleva, como llevó a la Iglesia, a
concluir que se trataba de sus parientes ya que el idioma arameo no tenía para
distinguir entre hermanos carnales y hermanos que no lo fueran, como primos y
parientes, y fue en este idioma que se vertió el testamento de Mateo;
similarmente, en el idioma griego la palabra hermano era polivalente, pues para
uno y otro se usaba indistintamente la palabra adelphos (hermano) o anepsios
(primo) para designar la misma persona como pariente. La polivalencia queda perfectamente
establecida en Ge: 13:8 cuando se menciona que Abram y Lot eran hermanos,
cuando todos sabemos que Lot era sobrino de Abrám. Por eso, en el fondo, San
Agustín nos decía que si la Biblia parece contradecir el conocimiento, es por
la propia falta de entendimiento por parte del hagiógrafo de Dios, a lo que se
le debe añadir que también por falta de entendimiento de los propios teólogos.
Tal podría ser el caso con la interpretación inicial sobre la prohibición
bíblica de la usura. Es decir, desde la Patrística se estaba construyendo una
teología de la razón. Porque, como decía San Juan Crisóstomo, ni siquiera los
serafines pueden ver a Dios como Él realmente es. Y como que es un ser racional
y el mundo es de su creación, se sigue que en los asuntos del orden natural hay
también una inmensa racionalidad, v. gr., el funcionamiento de los mercados y
del capitalismo como sistema del orden natural que tiene como fundamento último
la individualidad. La prueba de esta primacía es que tanto el pecado como la
salvación, según se ha enseñado, son problemas de la persona, del individuo, y
no del grupo, como del individuo es el libre albedrío.
El catolicismo, por tanto, se fundó sobre la base de que a los
humanos se les dio el poder y la responsabilidad de decidir sus actos, de
escoger entre la virtud o el pecado. En una palabra, el ser humano es más libre
cuantos más actos morales escoja; la libertad cristiana se dirige al bien, de
donde surgen ciertos derechos; y en el caso de la economía, el bien se logra con
la capacidad de tener iniciativa privada y apuntar a servirle al mayor número
con el menor esfuerzo. Tal es la justificación de la acción privada y del libre
ordenamiento de los mercados. Que es otra forma de decir que el bien es la
limitante de la libertad personal y que ese bien sólo surge si se dan las
condiciones necesarias y suficientes que hacen posible la libertad humana.
EL CAPITALISMO
MONÁSTICO EN LA EDAD MEDIA
Hacia el siglo II
de la Era Cristiana Roma tenía un millón de habitantes; sin duda alguna,
contaba con un Imperio grandioso que la proveía de todo lo necesario para
mantener una enorme población en una época en que ninguna otra ciudad del mundo
podía ostentarla. La civilización romana había alcanzado los más remotos
rincones del mundo conocido y la cohesión del Imperio parecía indestructible.
No nos detendremos, empero, en las causas de la decadencia de tan portentosa
civilización, pero una cosa es cierta: para el siglo IX Roma había visto
reducida su población a menos de cincuenta mil habitantes. Atrás había quedado
la vieja grandeza y el fasto de sus mejores días. Para el día en que el papa
Gregorio XI decidió trasladarse de Avignon a Roma, la ciudad sólo contaba con
quince mil habitantes. Siete Papas habían residido en Avignon y esa decisión
ocasionó el llamado «cisma de Occidente» y el surgimiento del antipapado.
Durante toda la Edad Media, Europa se había sumergido en una larga agonía de
invasiones bárbaras y despoblamiento general y tal vez por eso a este período
de la Historia se le tenga como una edad oscura y sin perspectivas. En cierta
forma, ello es cierto. Pero no lo es completamente. La Edad Media tiene su lado
oscuro, qué duda cabe, pero también lo tiene brillante en que, de una manera u
otra, la humanidad se recompone y surgen algunas innovaciones administrativas,
musicales, literarias y hasta tecnológicas. La rivalidad existente entre los
pequeños principados, la guerra y el surgimiento de los monasterios,
diseminados por toda Europa y consagrados al rescate de la cultura, dieron
comienzo a una nueva era capitalista de importantes inventos. El rescate
de la rueda de agua de entre las ruinas del antiguo Imperio y su empleo en la
molienda de granos fue parte de esta reconquista del intelecto humano. En la
Tolouse del siglo XII se comenzaron a vender acciones de la Société du Bazacle
para capitalizar sus molinos, acciones que eran libremente vendidas y compradas
en el Continente. Es posible que esta fuese la primera compañía verdaderamente
capitalista del mundo y que fuese el ejemplo a seguir de otras empresas
molineras que fueron surgiendo a lo largo del río Sena. La proliferación de
molinos de agua dio paso a la construcción de represas, cierto que rústicas,
que no sólo controlaban las inundaciones, sino que generaban fuerza para mover
las ruedas de los molinos y proveían del valioso elemento los campos de
cultivo. Con la nueva irrigación, se hizo necesario inventar arados pesados con
cuchillas graduadas flexiblemente que pudieran cavar más profundos surcos,
necesarios en los suelos muy húmedos. Desde ese momento las agricultura se
volvió más productiva. Y la dieta también varió, pues la prohibición de la
Iglesia de comer carne los viernes y otros días de fiesta hizo surgir los lagos
artificiales para la piscicultura. Parece que los monasterios cistercienses
fueron los que más rápido y productivamente desarrollaron esta industria, mucho
antes de que las flotas pesqueras se organizaran en el siglo XIII. En el siglo
IX la agricultura volvió a experimentar una nueva modificación: el llamado
sistema de tres campos, una mejora del romano de dos, consistente en dividir la
tierra en tres partes y sembrar dos en invierno y en primavera, para dejar uno
en reposo. Este sistema permitió una mayor productividad agrícola. Pronto la
abundancia de agua hizo posible la manufactura mecánica del papel que antes se
producía a mano y en condiciones difíciles. Ahora era posible aserrar árboles
usando la fuerza del agua y este invento permitió que se usara cada vez más
papel en los monasterios para iluminar libros y copiar documentos perdidos,
dibujar máquinas, escribir literatura, filosofía y crear las ciencias
especulativas. Pero si se había dominado el agua, ¿por qué no se podría hacer
otro tanto con el viento? Los molinos de viento fue otro de los inventos que se
fue abriendo paso en los Países Bajos y otros puntos de Europa y que se
diseminaron con mayor rapidez que los movidos por agua por obvias razones. El
desarrollo de la industria ovejera trajo también grandes adelantos en la
manufactura de tejidos, amén de proveer leche, queso, carne y abono para la
tierra. Los tejidos comenzaron a industrializarse mecánicamente con los molinos
de agua, lo cual pudo hacer posible el abastecimiento de una población
creciente. En el 1284 sucedió otro gran invento en Italia (aunque parece que en
la China ya habían sido inventados, pero no se masificaron a causa de una
férrea oposición de los mandarines): las lentes de aumento, que permitieron a
la población adulta continuar trabajando pasados los cuarenta años de edad
cuando la vista comienza a deteriorarse. La demanda por estos artefactos fue
tan grande que en menos de cien años ya se estaban produciendo masivamente.
Luego vinieron los relojes mecánicos en reemplazo de los de sol, que se
instalaron en las torres de las iglesias para que todos supieran con exactitud
la hora del día. La guerra tuvo también su parte en el desarrollo, cuyas
necesidades hicieron posible el invento de la silla de montar y los estribos en
el 732 por los francos, lo cual permitió cargas a pleno galope y la
organización de la caballería pesada. A partir del 1300 la pólvora, inventada
en la China para los fuegos artificiales, comenzó a usarse en Europa para la artillería,
así que en el sitio de Metz en el 1324 se usó por primera vez en el combate.
Este desarrollo bélico hizo que los castillos de los nobles fueran más
vulnerables. Ya no era posible refugiarse tras los muros de una ciudad y
esperar a que el enemigo se cansara del asedio. Por esta época también se
formaron las primeras flotas de asalto desde tiempos de los romanos y se hizo
posible el combate artillero en el mar con barcos más maniobrables por la
innovación en el sistema de gobierno. En efecto, se logró la articulación
vertical de una pieza de hierro sobre goznes en el codaste de la nave, lo cual
permitió una gran maniobrabilidad y solvencia en la batalla. El
desarrollo de la marina de guerra dio paso al de la marina mercante y las dos
al invento de instrumentos de navegación más sofisticados. El capitalismo
ya estaba en marcha para renovar la cultura y tecnologías perdidas con la caída
del Imperio. En todo esto, los monjes fueron brillantes auxiliadores. La
rehabilitación de las viejas rutas romanas hizo posible el comercio entre
ciudades, villas y principados. La observación de que los antiguos carruajes
romanos de ruedas rígidas ya no servían los propósitos del transporte, hizo que
se inventara el pivote delantero para permitir un mejor manejo del carro en las
estrechas calles medievales. Pequeñas, pero significativas invenciones que
dieron paso a otras de mayor importancia, como los arneses que permitieron a
las bestias arrastrar mayores pesos y cargas.
El arte tuvo también un grande desarrollo. Hasta la Edad Media
la música era monofónica y fue hacia el año 900 que se inventó la polifonía
armónica. Los instrumentos musicales, como el clavicordio, el violín y el
órgano siguieron a la polifonía, que también necesitó de la nota escrita para
reproducirla, invención que llegó hacia el año mil. Y no se diga nada acerca de
la arquitectura, la escultura, la poesía, la pintura. El mundo volvía a
enriquecerse gracias a la innovación permitida por los mercados libres, porque
no hay nadie más agradecido y productivo que un artista bien remunerado y para
eso los príncipes de Europa los traían a sus palacios, que pronto fueron
llenándose de obras que adornaron las otrora lúgubres paredes y espacios. El
surgimiento de las universidades dio otro gran impulso al conocimiento, tanto
el construido sobre el de la antigüedad clásica, como el innovado por los
tiempos que corrían. Así surgieron Boloña, Salamanca, Toulouse, Padua, Roma,
Perugia, Pisa, Módena, Oxford, Florencia, Praga, Colonia, y otras. Pero que no
se olvide que todas surgieron del fondo católico, cuyas facultades estaban
regidas por diferentes órdenes religiosas. De aquí surgió la ciencia que
comenzó a construirse sobre los antiguos legados y observaciones que la
abrieron a los grandes científicos. No sabemos si Newton le deba a Jean Buriden
(1300-1358) el concepto del vacío en el espacio, de donde derivó su primera ley
de los cuerpos en movimiento, o si Copérnico tomó de él que la Tierra gira
sobre su eje o, en general, que la creencia de la Edad Media de que la Tierra
giraba alrededor del sol sentó las bases posteriores para su comprobación. Lo
que sabemos era que los medievales no eran tan tontos como nos los han hecho
suponer. El obispo Nicolás de Cusa observó que para un hombre situado en la
tierra o en cualquier otro objeto celeste, siempre parecerá que ocupa un
centro inmóvil y que todas las demás objetos se mueven. Con esto significaba
que se debía siempre desconfiar de que la tierra no se movía.
El capitalismo fue otra de esas instituciones que, pese a la
adversidad de los tiempos, a los mercados reducidos, al colapso generalizado de
las grandes urbes, al despoblamiento traído por las pestes, a la falta de
acueductos y a la insalubridad general, resurgió a principios del siglo IX
impulsado por los monjes católicos que combinaban la fe con el pragmatismo que
la realidad les imponía. Pero, ¿qué quiere decir la palabra «capitalismo» cuando
de ella se excluye el peyorativo «ismo» que lo asemeja a
«individualismo» y otros ruines ismos? Es evidente que la palabra
se deriva de «capital», categoría que abiertamente se diferencia de lo que se
consume, de lo que se gasta en bienes y servicios. Se refiere, entonces, al uso
del ahorro o del patrimonio líquido que se emplea para generar más dinero para
consumir e invertir. Está, entonces, directamente ligada a la inversión que es
la parte del ingreso que se arriesga en la búsqueda de la generación de más
riqueza por medio de las actividades productivas tanto en más bienes de capital
como en bienes de consumo que se canalizan más eficientemente a través de los
mercados libres. El capitalismo incluye también las actividades bancarias, pues
es función principal de los bancos reunir capital de socios y clientes para
ponerlo a disposición de los tomadores de riesgos; es decir, capital de muchos
para entregarlo a unos pocos que son los hogares, los empresarios y los motores
del progreso social. Por ello, el capitalismo se sustenta siempre en los
mercados libres, en la salvaguarda de los derechos a la propiedad privada y en
la libre contratación laboral. Y es por estos tres fundamentos que la gente
invierte y arriesga en procura de mayores beneficios. De lo contrario, sólo
consumiría y el resto (ahorro) se escondería de la vista de las autoridades. Y
se habría escondido, de haberse impuesto la tesis de San Ambrosio de que todos
los bienes debían mantenerse en común, pues consideraba que la propiedad
privada vino a existir por la caída en pecado del hombre, tesis totalmente
contraria a la de San Agustín que la consideraba surgida del orden natural. Por
su parte, Santo Tomás la consideraba una contribución al bien común. Y así lo
reafirmó el papa Juan XXII cuando condenó por herética la postura franciscana
de que Jesús enseñó que todas las cosas debían ser tenidas en común y que sólo
en la pobreza se podía imitar a Cristo.[12]
Como quiera que el capitalismo también implica abundancia de
bienes, es de la naturaleza del ascetismo religioso rechazar sus medios y sus
fines; pero normalmente la gente no tiene el ascetismo por norma de vida, por
lo que a partir de Constantino la Iglesia aceptó esta nueva realidad y dejó de
predicar la práctica universal de aquél sistema como norma de salvación. Por
eso, hacia el siglo IX las nuevas modalidades de producción agrícola tenidas en
los monasterios levantaron el bienestar general por encima de la producción de
subsistencia, abarataron los precios e hicieron posible que los monjes
mejoraran sus conventos, hicieran más obras de caridad y propiciaran el
surgimiento de la economía monetaria. Hacia finales del mencionado siglo los
monjes de Lucca, Norte de Italia, fueron los primeros en adoptar una economía
monetaria que en el siglo XIV ya estaba bien cimentada. Estaban felices viendo
crecer sus utilidades y beneficios. Por eso se constituyeron en los primeros
bancos que prestaron dinero a la nobleza, a los reyes y a los burgueses. En la
Edad Media, pues, la Iglesia se constituyó en el mayor prestamista y en la
institución más rica de Europa, tanto en dinero como en tierras. Y cómo no lo
iba a ser, si no sólo los reyes le pedían dinero prestado, sino que mandaban a
hacer misas por sus almas: Enrique VII de Inglaterra mandó a decir diez mil y
Felipe II de España treinta mil por la suya.
El crédito fue otro de esos desarrollos que dieron grande
impulso a la evolución del capitalismo ya que los monjes, conocedores del
secreto de multiplicar las riquezas, prestaban a interés; sí, a interés, como
las 100 libras de oro que el obispo de Liège prestó a la condesa de Flandes, o
los 1.300 marcos de plata al Duque de Lorena, o las 20 libras de oro que el
obispo de Worms prestó a Enrique III. Pero también muchos obispos pedían dinero
prestado a los monasterios, constituidos ya en bancos de crédito, así como a
los propios bancos privados. Por ejemplo, en 1229 el obispo de Limerick,
Irlanda, pidió dinero prestado a un banco romano y fue excomulgado por el papa
por no pagar la deuda, hasta cuando terminó pagando el 50% de interés en los
siguientes ocho años.[13] Existe amplia documentación de que en el 1215 la
corte papal estaba saturada de usureros que prestaban dinero a los prelados que
lo necesitaban,[14]particularmente porque muchos de ellos compraban sus altos
cargos, ya como obispos, ya como cardenales, a manera de jugosa inversión por
las canonjías esperadas.
Fue por esta época cuando también se desarrolló el crédito
hipotecario, en que se aseguraba la cantidad prestada mediante una promesa de
un bien dado en prenda, o una tierra entregada en usufructo al prestamista por
determinado tiempo. Sucedieron muchos escándalos, como que los monjes iban
relajando sus costumbres y comenzaron a vivir una vida mundana llena de ostentación
y lujos, menos propia de su estado. Por ejemplo, los monjes benedictinos
huyeron del trabajo manual, contrataron mano de obra más productiva que la
propia y se encargaron de hacer trabajos simbólicos en la cocina para aparentar
«trabajo». Claro está que muchos continuaron progresando bajo sus antiguas
reglas monásticas, pero lo cierto es que fueron ellos, y no los protestantes ni
los judíos, los que dieron grande impulso al desarrollo del capitalismo
moderno. Podríamos afirmar que los monasterios se convirtieron en grandes
empresas productivas, muy al estilo de las que existen hoy en día y, al
hacerlo, proveyeron el modelo perfecto para que otros los imitaran. Pero otra
cosa es cierta: fueron los primeros en establecer mediante el ejemplo la
dignidad de todo trabajo humano, virtud que ni en Grecia ni en Roma se
apreciaba cabalmente. Mayor virtud si apreciamos que al servicio religioso
entraba la nobleza y las gentes más distinguidas y ricas de cada comunidad.
Esto sólo dejaría a Max Weber en disposición de revisar su tesis de la «ética
protestante», si no fuera porque nunca contempló esta realidad del
catolicismo que, como ya lo había dicho San Benedicto, «el ocio es el
enemigo del alma», regla que aplicó en su orden.
Para el 1231 había sesenta y nueve bancos italianos con
sucursales en Inglaterra e Irlanda. Considerando que por la época había mucha
confusión acerca de la legitimidad del cobro de intereses, a menos que hubiese
incertidumbre sobre el monto principal, los bancos se ingeniaron la forma de cobrar
intereses comerciando con notas de crédito, con lo que introducían el riesgo
como factor justificatorio del interés. De esa manera se abrió paso la
especulación con monedas extranjeras y todo tipo de notas, letras y promesas de
pago. La Italia católica había establecido firmemente el capitalismo comercial,
pues entre los siglos XIII y XIV ya monopolizaba el comercio, la banca, las
manufacturas y extendían su músculo productivo por toda Europa. La libertad de
mercado había hecho el enorme milagro, pues aunque la vida de las
ciudades-estado italianas era inestable y turbulenta, la libertad de hacer y de
crear no fue tiranizada. El Renacimiento quedaba listo para
hacer su gloriosa aparición. Las restricciones y prohibiciones, extrañamente,
habían catapultado el desarrollo de unas instituciones capitalistas modernas.
El pecado de usura había sido sacado de los libros y el capitalismo entraba con
pleno vigor en los tratados de economía.[15]
¿DÓNDE RESIDE EL
PRINCIPIO DE AUTORIDAD?
La anterior temática con todos sus altibajos y posturas contradictorias nos
traen de lleno al tema de la autoridad y la obligación de acatarla cuando es
justa y razonable. No parece sensato que se obedeciera a las prohibiciones del
cobro de intereses cuando existían dudas razonables sobre su interpretación
escriturística. ¿Acaso no había señales del sentido común que marchaba en
dirección contraria a lo que inicialmente se enseñaba? ¿Acaso el paso de los
años no determinó que ciertos Papas hicieran excepciones, otros los admitieran,
en tanto otros los rechazaban? A quién se obedecía, entonces, ¿a los que
cerrilmente los condenaban o a los que benevolentemente los admitían? ¿Qué
efectos habría tenido sobre la sociedad el hecho mismo de que fueran extirpados
de los préstamos? Porque, si así hubiese sido, ¿no se habría agotado todo el
crédito, habría colapsado el comercio y la producción y se habría retrasado el
desarrollo económico? Todo parece indicar que esas habrían sido sus
consecuencias más inmediatas.
En principio, podemos sacar
unas primeras conclusiones a manera de argumento y éstas son que todo supuesto
hecho debe estar abierto a la verificación y que toda creencia no debe
aceptarse sin que se haya demostrado su validez. Por eso, en el orden de las
creencias existen varias categorías: la puramente religiosa, no necesariamente
comprobable empíricamente, como que Dios existe, o que junto con Jesucristo y
con el Espíritu Santo son «tres personas distintas y un solo Dios verdadero».
Este tipo de creencia pertenece a un orden diferente de aquella que es
fácilmente demostrable: que hubo un imperio que se llamó romano, o que Madrid
es la capital de España. Esta última creencia, si se acepta, es porque algún
libro nos lo ha dicho, o algún profesor lo ha afirmado con su autoridad. No
requiere, entonces, de extensa comprobación, pues hemos depositado nuestra fe
en el conocimiento de quien lo dice. Dentro de estos dos rangos de autoridad
existen muchas nociones y creencias intermedias en las que se debate nuestra
inteligencia y capacidad cognoscitiva. Es en esta zona gris donde debemos tener
el máximo cuidado en aceptar por autoridad cualquier creencia que se nos
presente como verdadera; menos aún aquellas que no resisten el más mínimo
escrutinio y que se han impuesto por la fuerza, sin ningún análisis ni peso
argumentativo.
En el medioevo, cualquiera que dudase
de la existencia de Roma suscitaría la burla de sus amigos; pero si llegase a
cuestionar la validez de la prohibición del cobro de intereses, bien habría
podido terminar con sus huesos en la cárcel. La intolerancia ha sido una
constante en la humanidad, particularmente con aquellas cosas sobre las que la
razón no da cuenta. Pero es, justamente, la razón la que nos mueve dentro del
universo de la experiencia, por lo que resulta desastroso entregar a una
autoridad descarriada sus fueros y derechos. Y ha sido en el campo de la
teología donde la razón ha sufrido los más violentos ataques, sobre todo cuando
ésta ha medrado en áreas donde su competencia está íntimamente ligada con la
propia competencia de los teólogos; es decir, con su ignorancia en ciertos
campos. Dos poderosas armas, sin embargo, posee la razón: el arma del argumento y
el arma de la praxis, de lo que la gente intuye como práctica
razonable y benéfica.
Claro que existen terrenos donde la autoridad puede imponerse con legitimidad;
son áreas doctrinales que permanecen por fuera de la experiencia humana y cuya
realidad no puede ser comprobada ni desmentida empíricamente. Por eso mismo
tiene la razón también que entrar a disputar si tales doctrinas merecen
credibilidad, aunque mayormente permanezca por fuera de su alcance el hecho de
que los argumentos no puedan ser desmentidos. El fundamento de la aceptación de
una creencia por vía de autoridad no es si el hecho no pueda ser
desmentido, como por ejemplo, la existencia del infierno, o del cielo, sino
si tal aserto cuenta con un sustento lógico a partir de unos antecedentes
concatenados; porque no es lo mismo hacer creer lo anterior que hacer creer
bajo autoridad que en una lejana estrella existen unos seres que se comunican
telepáticamente con nosotros, que poseen grandes cerebros y que hablan todas
las lenguas de la Tierra. Si bien esta doctrina no puede ser desmentida
por la razón, pocas bases de credibilidad tiene aun para la misma
razón. Hay algo en la intuición que habla y dice: «no lo creas». Y
es aquí donde el pensamiento debe tener la suficiente libertad para aceptar o
rechazar lo que no parece razonable.
A Grecia debemos esta libertad de pensar y argumentar. Es a este espíritu al
que debemos sus logros en la filosofía, en la ciencia y en el arte. Demócrito
nos enseñó una teoría atómica del universo que de alguna manera se conecta con
las teorías más modernas; los sofistas nos enseñaron a pensar, así fuera sobre
las cosas más absurdas y extravagantes, pero por este proceso lograron
sumergirse en la naturaleza del conocimiento y en la lógica como método de la
razón. Todo lo quisieron comprobar con ella y hasta nos imbuyeron de cierto
sano escepticismo. La discusión política también se aceptó en Grecia como un
instrumento del progreso a la par de la filosofía. Entre Pericles, el político,
y Anexágoras, el filósofo, se enfrentaron al status quo que
mantenía absurdas creencias sobre los dioses y el ordenamiento celestial. Lo
pudieron hacer, pues era realmente inusual que allí se suprimiera
sistemáticamente el libre cuestionamiento de creencias o posiciones políticas.
Es decir, el delito de opinión era casi inexistente, si no tomamos en cuenta
casos notables como el de Sócrates o el de Protágoras, el último de los cuales
escribió que era imposible demostrar la existencia o inexistencia de los dioses
con el uso de la razón. Tuvo que huir de Atenas bajo acusaciones de blasfemia,
pero estos fueron casos aislados de intolerancia.
En el caso de Sócrates, sus
enseñanzas se dirigieron siempre a no aceptar sin cuestionamiento el juicio de
las mayorías, ni aceptarlo por la vía de la autoridad; de su defensa se
desprende que el individuo no debe aceptar coerción alguna para abrazar ninguna
idea, pues prima su conciencia sobre todo lo demás a la par que la libertad de
expresar lo que bien le parezca. Parece que lo que más dolió a las autoridades
constituidas fue la permanente burla que hacía de ellas, de sus doctrinas,
incluyendo la de los filósofos y los sofistas. A la avanzada edad de setenta
años fue juzgado y ejecutado como ateo y corruptor de la juventud, aunque
también nos cabe la sospecha de que las razones de su muerte fueron más políticas
que religiosas, pues Sócrates no era un ferviente defensor de la democracia y
ya por esos tiempos ésta se abría paso de lleno en Grecia. El que sus jueces no
fueran unánimes en la condena demuestra que algún nivel de tolerancia existía.
Murió, en todo caso, proclamando que la verdad tenía que ser alcanzada por
otros métodos. Eurípides, en cambio, usaba a los protagonistas de sus tragedias
para expresar diversos puntos de vista y, aunque fue juzgado por impío, no
podemos dejar de observar que el escepticismo griego con las creencias
oficialistas se consolidaba a finales del siglo V a.C., con independencia de
los anteriores episodios.
La enseñanza más importante que podemos tener del caso de Sócrates es su
indeclinable fe en la libre discusión de cualquier tema, por espinoso que
pareciera. No estaba sino afirmando el principio fundamental y moral de que
existen derechos anteriores y superiores a cualquier organización humana, por
perfecta que se conciba, que asisten al individuo para poderlos expresar
libremente. Mantenía una postura diametralmente opuesta a la de su pupilo,
Platón, quien abogaba por la construcción de un Estado ideal donde hubiera una
religión oficial en la que sus ciudadanos debían creer bajo pena de muerte o
prisión. No era que Platón creyera que ésta fuera una religión verdadera, pues
esa consideración le traía sin cuidado, sino que pensaba en su utilidad moral a
cuyo servicio no estaba la mitología popular de la época. Tampoco fue Epicuro
un paradigma de creencias ortodoxas, pues bien materialista que era y agnóstico
respecto de los dioses a quienes creía perfectamente indiferentes y alejados
del hombre. Todo esto no sólo nos demuestra el clima de relativa libertad
existente en Grecia en materia de creencias, sino que también nos señala la
fragilidad de la libertad humana y las dificultades que ha encontrado en su
paso por la Historia.
En Roma hubo también atisbos de libertad en las creencias. No pocas veces se
denunció la religión, como lo hizo Lucrecio en el siglo I a.C., a quien
siguieron muchos epicúreos. Cicerón era uno de aquellos que pensaba que una
falsa religión servía el propósito de mantener las masas dentro del orden
establecido. Tal tolerancia fue una norma sagrada del Imperio, pues hartas
religiones y creencias trajeron los romanos de los territorios conquistados,
hasta cuando se hizo presente el cristianismo. Entonces se inauguró la
persecución religiosa. No se sabe con certeza las causas de este cambio
político, pero podemos aventurarnos a decir que la nueva religión poseía un
elemento de exclusivismo que impedía la cohabitación con las otras creencias.
El sólo hecho de que se proclamara a sí misma como la religión verdadera hacía
deslucir a todas las demás; de otro lado, su rechazo a venerar la divinidad
del emperador se convertía en una verdadera amenaza a los poderes constituidos.
Pronto los cristianos fueron considerados enemigos del Imperio y de la raza
humana. Flavio Domiciano, paranoico y cruel emperador, inició la prohibición de
evangelizar al pueblo romano, en tanto la pena fue de muerte bajo Trajano.
El primero en organizar una abierta y
sistemática persecución a los cristianos fue Diocleciano, aunque su éxito fue
modesto debido al crecido número que ya había. Volviéronse, entonces, a levantar
las banderas de la vieja libertad de conciencia frente a los poderes
constituidos. El reto estaba planteado a una escala jamás antes vista: ¿a quién
debemos obediencia, a Dios o al César? El César, en cabeza de Constantino,
cedió ante Dios; con él se iniciaba una época en la que una religión, otrora
proscrita y perseguida, se erigía en la religión del Estado y éste, por su
parte, en el árbitro de la conciencia. Los antiguos perseguidores comenzaron a
verse como los nuevos parias de una sociedad que estaba desalojando de sus
antiguas moradas a los dioses para dar cabida a los santos y a los profetas. En
la medida en que los nuevos herejes fueron apareciendo, las facciones
religiosas distintas del cristianismo fueron vistas como un peligro para la
unidad del Estado y su estabilidad. Juliano el Apóstata reversó temporalmente
esta tendencia en el siglo IV prohibiendo que el cristianismo se enseñara en
las escuelas y reviviendo los viejos dioses mitológicos, pero hacia finales del
siglo Teodosio impuso severas leyes contra el paganismo. Lo que siguió es bien
conocido: el catolicismo alcanzó su máximo esplendor y poder temporal con el
papa Inocencio III a finales del siglo XIII con la derrota de los cátaros, o
albigenses, a manos de los cruzados entre 1209 y 1244. Para extirpar
definitivamente sus creencias gnósticas en una dualidad creadora de Dios y
Satanás el papa Gregorio IX inauguró la Inquisición sobre el 1233, que fue
definitivamente establecida en 1252 por Inocencio IV. La libertad de conciencia
había quedado en la mira de las nuevas autoridades y la cuestión socrática
puesta en remojo. Pero también se había levantado una nueva y formidable
barrera de razón teológica: no podía haber libertad de conciencia
frente al error, pues el error no podía tener los mismos fueros que la verdad.
Y la verdad era el catolicismo. Jamás antes el mundo había conocido razones que
no fueran políticas o de Estado; ahora había irrumpido en el arsenal de la
lógica una impecable demostración del poder de la razón en materia religiosa.
En general, era ahora el Estado el que se hacía cargo de las ejecuciones por
crímenes de herejía. Pero nunca los crímenes fueron mejor atendidos y pronta y
severamente castigados como cuando surgió la intolerancia protestante en Europa
a partir de la Reforma de Lutero. Enrique VIII de Inglaterra, erigido cabeza de
la iglesia anglicana, hervía hasta la muerte a los condenados y no fueron pocos
los monjes católicos a quienes se les abrió las entrañas para arrancarles el
corazón. Eran cristianos contra cristianos los que ahora protagonizaban los
hechos. La autoridad de la Iglesia había sido reemplazada por la autoridad de
la Biblia, pero no de acuerdo con ella misma, sino con lo que Lutero o Calvino
creían de ella. Éste último, por ejemplo, siempre estuvo en contra del derecho
a disentir, de la razón crítica, y a favor de que fuera el Estado el que
impusiera la fe por la fuerza y para ello estableció un gobierno teocrático en
Ginebra, donde la libertad de conciencia quedó totalmente conculcada. El español
Miguel Servet, descubridor de la circulación de la sangre, fue su más connotada
víctima de la hoguera.
El método usado por Calvino fue el
encarcelamiento de la razón, liberada siglos atrás por la patrística y la
escolástica, a pesar de serias recaídas ocasionadas por el oficialismo defensivo y
muchas veces intolerante. No nos detendremos a examinar en detalle el
pernicioso efecto de cualquier culto a la sola razón, tal como se instituyó en
Francia a partir de la Revolución que hizo de ella una nueva
religión, ni que la religión natural de filósofos o poetas, o la teofilantropía
y la religión racionalista, sea el ideal a alcanzar, que no lo es. Menos aún
rendiremos homenaje a la «Libertad, Igualdad y Fraternidad», tres
palabras que hipnotizaron al mundo como descendidas de lo Alto; porque jamás
antes se había herido y abusado más de la Razón que en estos tiempos en los que
se inauguraba su reinado. Tampoco nos detendremos aquí a dar cuenta de los
excesos cometidos por unos y otros fanáticos, ni de que la inquisición
protestante fue de lejos más sangrienta que la católica, ni de que las brujas
fueron más perseguidas en Inglaterra y Escocia que en España, sino que
resaltaremos el hecho de que Santo Tomás, al incorporar el pensamiento
aristotélico al cristiano, produjo el mayor milagro de la razón pura,
siglos antes de que Kant intentara definirla. La Razón había sido liberada de
la prisión pagana y ahora se encontraba con la Fe. Razón y Fe en que por
autoridad se nos dice, y por ella lo creemos sin que requiera de comprobación
alguna, que existió un Imperio llamado romano y que la capital de España es
Madrid. Fe y Razón que da cuenta de que no todo es comprensible a la sola
razón, como que creemos en la existencia de un más allá no sólo porque la
autoridad nos lo diga, o porque nuestros sentidos lo constaten, sino porque nuestro
interior lo revela. La Fe y la Razón se habían casado para siempre en la vieja
Italia y la Autoridad había nacido, triunfante, en la cuna de la Verdad. Su
residencia había sido la Libertad.
LA JUSTIFICACIÓN RAZONADA DEL
CAPITALISMO
Es este punto concreto de la Libertad, así en mayúsculas, lo que nos trae de lleno a la justificación misma del capitalismo como método de organización social. La razón por la cual la gente normalmente prefiere el intercambio
comercial, con o sin la carga de los intereses, es porque desea tener los que
otros ya tienen, pero que por reticencias morales no se atreven a tomar por la
fuerza o por el arte del engaño. El intercambio comercial no es más que el
movimiento del producto de los recursos de capital, o del capital mismo, de una
tenencia a otra, que también implica el respeto fundamental por la justicia,
sin la cual, todo intercambio se hace difícil y problemático. Es decir, los
mercados operan y funcionan porque la gente respeta sus presupuestos, porque el
que compra o vende no sólo toma en cuenta sus propios deseos, sino lo que es
deseable para los demás, ya que si no fuera así, bien pronto los demás se
lo darían a conocer. De esta manera, el dueño de un restaurante debe tener en
cuenta el gusto de sus clientes y servirle lo mejor posible, porque si sus
clientes no encuentran la comida que prefieren o con ella se enferman, el negocio no le durará mucho tiempo. Por
eso, los mercados libres son la mejor alternativa a la violencia, ya que ellos nos socializan, nos civilizan.
Un orden social muy simple, como el de una
tribu o banda de nómadas, permite que un líder relativamente fuerte, o un
tirano, coordine los esfuerzos de sus componentes para llevar a cabo lo que se propone; pero en la medida en que el
orden social se vuelve más complejo, la operación de los mercados libres es lo
que mejor ordena y conduce la sociedad. Esto obedece a que tal orden social
complejo requiere de mayor información e interactuación de lo que una persona o
grupo de personas es capaz de lograr. Los mercados tienen mecanismos para
transmitir más eficientemente y a menor costo los precios, y los bienes y servicios
requeridos que lo que es capaz de hacerlo una oficina de burócratas. Y como los
precios son el lenguaje social de los mercados libres, su conocimiento permite
que la gente saque ventaja del conocimiento que poseen los demás, sin que medie
el que tenga que haber contacto físico o escrito entre las partes. Se concluye,
entonces, que mientras más compleja sea una sociedad, más ha de necesitar de
los mecanismos que el mercado proporciona para poder progresar y sobrevivir.
Esto nunca lo entendieron los comunistas y es bien poco entendido por los
socialistas, que siempre han intentado explicar la pobreza como consecuencia de
los mercados libres y del capitalismo privado. Por eso siempre han deseado
imponer el capitalismo de Estado. Pero la pobreza no necesita explicación
alguna. Lo que necesita explicación es la riqueza, puesto que la riqueza, para
ser creada, requiere de los mercados libres y que éstos estén protegidos por la ley. Es decir,
requiere de los incentivos necesarios para que la gente trabaje para crear su
propia riqueza.
Dicho lo anterior, los mercados libres no nos hacen más ni menos
egoístas de lo que ya somos. Cierto es que todo el mundo, aun los moralistas
más acendrados, intentan vender por más, antes que por menos sus bienes o servicios, y realizar la
mayor ganancia posible en las actividades industriales o comerciales que emprendan. Esto también significa que tales
mercados hacen posible que aun los más píos, o los más egoístas, obtengan lo que
quieren de manera pacífica. Es decir, los mercados libres presuponen el
intercambio voluntario donde compradores y vendedores se sienten beneficiados.
O sea que ningún mercado libre puede existir con el uso de la coerción como
herramienta de intercambio comercial. Tal proceso de intercambio voluntario no
solamente crea riqueza, sino que permite a ciertas organizaciones o personas
caritativas disponer de parte de esa riqueza para ayudar al mayor número de
gente posible. Sin estos mercados, sería imposible encontrar comida y otros
suministros esenciales para cuidar de aquellos que necesitan de la caridad.
Hacen posible la caridad de los caritativos.
Este argumento nos hace pensar que los fundamentos de la sociedad humana
descansan en la cooperación a través de la división del trabajo: unos trabajan
para hacer ganancias; otros para hacer caridad. Los primeros hacen posible los
segundos. De esto se desprende que el amor, la solidaridad y la amistad son
sólo frutos del beneficio que se obtiene a través de esa cooperación. Sin la
creación de riqueza, difícilmente se puede concebir una sociedad que sea
medianamente solidaria, o amistosa, o provista de amor con frutos de
solidaridad con el prójimo. La miseria, en cambio, alienta el conflicto,
destruye la solidaridad, la amistad, la cooperación, e induce a la guerra y al
desastre. La existencia de los beneficios comerciales a través del comercio, de
la producción y de la industria, permite la cooperación entre personas que no
se conocen, que nunca llegan a conocerse y que ni siquiera comparten lenguas,
ideales, o creencias comunes. Es por eso que no cejamos en reiterar que el
progreso que hace posible la caridad con los demás sólo se alcanza si existen
los mecanismos suficientes y necesarios para garantizar los derechos a la
propiedad y a los mercados libres. Es decir, la libertad de escoger que nos ofrece el sistema capitalista es un principio moral que no puede ni debe sacrificarse al canto de sirenas de aquellos académicos que piensan que son lo suficientemente inteligentes para regir la vida de los demás y escoger por ellos. Son gente hinchada de un orgullo infernal, son mesías de utopías fantásticas, que se suscriben a los efectos visibles concretos, en tanto ignoran los efectos invisibles y los previsibles. Los visibles, las supuestas ventajas de empleo y salarios recibidos por los burócratas empleados por el Estado y las de aquellos que se benefician de pertenecer al aparato oficialista. Los invisibles, tipificados por personas que permanecen tras los telones del despilfarro y que nos hacen entender, si pudiéramos llegar a ellas, lo absurdo que es la destrucción de la ganancia como motor principal del capitalismo. Porque cuando el Estado abre carreteras, hace acueductos, repara calles y construye represas, produce no sólo empleo sino un visible bienestar; pero al mismo tiempo impide que otros trabajadores tengan acceso al trabajo y al bienestar cuando todo el mundo, y principalmente las empresas, tienen que pagar en impuestos o en inflación lo que se ha construido. Este es el efecto menos visto que nos lleva a lo previsible: la destrucción de la riqueza y el empobrecimiento colectivo. De esto hay innumerables ejemplos en la Historia.
EL NEXO ENTRE CAPITALISMO Y RELIGIÓN
Si la libertad de escoger es un principio moral que nos ofrece el sistema capitalista, los presupuestos fundamentales que justifican este sistema también pueden servirnos para iluminar ciertos otros aspectos de la vida en sociedad. La
economía nos provee de suficientes herramientas intelectuales para entender no sólo las
ciencias políticas, sino la religión misma. Empecemos con las primeras. Es entendible que la decisión
política se fundamenta en la libre escogencia, motivada por las preferencias
que suscitan unos candidatos sobre otros. Tal escogencia tiene costos y
beneficios subyacentes, al igual que cualquier transacción mercantil. En todos
los casos, el escoger siempre implica una pérdida de oportunidad y valor, que
tiene que ser contrastada con la oportunidad y valor que se obtiene de lo escogido. Es,
similarmente, entendible que en los aspectos religiosos operen, de cierta
forma, algunos principios muy típicamente propios de los mercados. Me explico.
La religión y sus diferentes organizaciones, llámense fraternidades o
congregaciones, tienen que competir entre ellas para atraer nuevos miembros y
vocaciones; tienen que proveer de ciertos servicios, ya sean del orden
sacramental, espiritual o material, para que sus adherentes o devotos se sientan
reconfortados y satisfechos. Con esto quiero significar que no existe una
severa, profunda y fundamental contradicción operativa entre lo que el mercado
provee y lo que la religión provee, pese a que las creencias religiosas
ni se venden ni se compran. No obstante, la amistad, el amor, la
caridad y la compasión humanos, en cierta forma, pertenecen a una categoría de
“intercambio” de beneficios mutuos tanto para el que los otorga como para el
que los recibe. Esto es evidente, pero con tal evidencia de ninguna manera se pretende reducir la
experiencia religiosa a una experiencia mercantil. Tampoco equipararlas. Lo que se pretende es hacer abstracción de sus elementos comunes, i.e., la satisfacción
personal, colectiva o social obtenida, entendiendo que cualquier intento por
reducir la acción a una sola motivación falsifica, por así decirlo, la
experiencia humana. Para abundar: los propósitos religiosos no pueden reducirse a unidades
de medida de la misma sustancia y condición que los propósitos mercantiles o económicos. Se entiende que cuando un católico ruega
por la salvación de su alma y busca los sacramentos, sus propósitos y
motivaciones no son exactamente las mismas que cuando va a la tienda a comprar
ropa, o al supermercado a comprar remesa. Sin embargo, lo que existe en común
es que la acción del creyente y la acción del consumidor tienen un mismo origen: la voluntad para alcanzar lo que se busca, así los
propósitos y motivaciones en uno y otro caso sean de la más variada especie. Es, justamente, este aspecto de coincidencia entre la religión y el libre mercado bajo el sistema capitalista lo que, en últimas, justifica la existencia y operatividad del libre mercado.
[1] Ludwig von Mises fue
quien más contribuyó, junto con Fisher y Bohm-Bawerk, a sentar definitivamente
la teoría sobre el origen del tipo natural de interés.
[3] Jean Andreau, Banking
and Business in the Roman World. Cambridge: Cambridge University Press,
1999, p. 17.3-4.
[7] Decía, por ejemplo: «Condenamos, además,
aquella detestable e ignominiosa rapacidad insaciable de los prestamistas,
rechazada por las leyes humanas y divinas por medio de la Escritura en el
Antiguo y Nuevo Testamento y la separamos de todo consuelo de la Iglesia,
mandando que ningún arzobispo, ningún obispo o abad de cualquier orden,
quienquiera que sea en el orden o clero, se atreva a recibir a los usurarios,
si no es con suma cautela, antes bien, en toda su vida sean estos tenidos por
infames y, si no se arrepienten, sean privados de la sepultura eclesiástica».
[8] Por supuesto que había
otras razones, como que los médicos aconsejaban a los pobladores cristianos no
tomar agua de las norias porque, presuntamente, habían sido envenenadas por los
judíos; otras, que los judíos se mofaban de la religión católica, de profanar
hostias, de asesinar ritualísticamente a algún niño cristiano. En la mayoría de
los casos éstas eran especies falsas difundidas por sus detractores, aunque
pueden documentarse algunos casos ciertos de crucifixiones ritualísticas.
[9] Gregorio IX
(1227-1241) de la carta al hermano R. , en el fragmento de Decr. 69 de fecha
incierta.
[10] Ver Juan José Pérez
Camacho, Domingo de Soto en el origen de la ciencia moderna, C.S.I.C, Ignacio
Sols Lucía, UCM.
[12] John Moorman, The
Franciscan Order from its Origins to 1517. Oxford: Clarendon Press, 1968,
pp. 307-19.
[13] John Gilchrist, The
Church and Economic Activity in the Middle Ages. New York: St. Martin’s
Press, 1969, p. 107.
[14] Glenn Olsen, Italian
Merchants and the Performance of Papal Banking Functions in the Early Thirteen
Century, citado en David Herlihy, Robert Lopez y Vsevold Slessarev,
editores deEconomy, Society and Government in Medieval Italy, Kent
State University Press, p. 53.
[15] En los países
islámicos el cobro de intereses está estrictamente prohibido por el Corán
(2:275). Dicen allí que los bancos no cobran intereses, pero eso no es cierto.
El método es cobrar un «arrendamiento», como en una especie de leasing, en
que el prestatario paga el canon por determinado tiempo hasta cumplir con el
banco. En ese arrendamiento está calculado el interés sobre el préstamo que,
cuando éste se cancela, se escritura la vivienda. Otra ingeniosa forma de
cobrar los intereses es prestar el dinero y convertirse en socios de la
iniciativa empresarial hasta por el monto del mismo, con lo cual el banco no lo
cobra directa sino indirectamente. El ingenio humano tiene muchas formas de
excluir el «pecado» del libro.
Esto si que es historia económica para leer y digerir, señoras y señores.
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