viernes, 25 de marzo de 2011

INDAGACIÓN SOBRE LOS ORÍGENES Y CAUSAS PRÓXIMAS DEL CAPITALISMO

                                                                PABLO VICTORIA

EL SURGIMIENTO DEL CAPITALISMO

El capitalismo existe donde habitan hombres libres y existe menos donde el hombre está sujeto a las normas de un estado dirigista, o que tal Estado esté gobernado por un autócrata. Es por ello que puede afirmarse que capitalismo y libertad son dos conceptos inseparables y que el hombre libre ve al Estado como un simple instrumento que debe convenientemente ejercer un poder limitado y dirigido a proteger sus libertades fundamentales, entre las que se encuentran la preservación de la ley y del orden, el cumplimiento de los contratos privados, la promoción de los mercados competitivos, la disposición de los medios para cambiar las normas y la mayor dispersión posible del poder. Así, el capitalismo es tan antiguo como el hombre mismo, que muy temprano en su vida comunitaria descubrió que tanto la división del trabajo como la formación espontánea de los mercados le era más favorable que la vida aislada y en solitario. Es decir, el capitalismo no puede existir para un Robinson Crusoe, entre otras cosas, porque para éste no tendría sentido alguno. De esta observación surge nuestra afirmación de que el capitalismo no fue, propiamente, un invento de nadie, como no lo fue la lengua hablada, sino una formación espontánea, orgánica, que, como la familia misma, nace de la necesidad impuesta por el ansia de progreso social que desde el amanecer de la civilización ha estado presente en la mente del ser humano. Erróneo resulta, entonces, pensar en una autoría u origen determinado, sea éste fenicio, judío o protestante. Es un simplismo afirmar, como lo hizo el sociólogo Max Weber, que la ética protestante rompió los vínculos que ataban a la gente a una forma tradicional de producir y comerciar, provocando así el auge capitalista en Europa. Lo cierto es que, al contrario de lo afirmado por Weber, el auge del capitalismo en Europa precedió la Reforma por varios siglos.
El cuento de Weber es como sigue: el capitalismo se originó solamente en Europa porque de todas las religiones existentes la única en proveer una actitud moral era el protestantismo en que condujo a la gente a buscar la riqueza material como signo del favor de Dios dispensado a la criatura. Weber era protestante. Por ello, todo esto tenía que ver con la predestinación, según la cual la humanidad se dividía entre aquellos que se iban al infierno y aquellos que se iban al paraíso; era de esperarse que a éstos últimos Dios diera una inequívoca señal de su destino final materializada en la riqueza. De allí que los adeptos de esta creencia buscaran la riqueza material para demostrarse a sí mismos el favor de Dios. Según Weber, esto condujo al rápido desarrollo del capitalismo, entendido como producto de lo que él llamó la«ética protestante». Pero con lo que Weber no contaba era con que en el norte católico de Italia existía un vibrante capitalismo y que desde el siglo XII en las repúblicas de Venecia, Génova y Florencia existían las más esenciales características de una moderna economía de mercado, a saber: el comercio, el crédito, los beneficios industriales, la especulación, los bancos, los tipos de interés y la empresa privada. Weber había creado un exitoso cuento chino para sociólogos europeos.

EL CAPITALISMO EN LA EUROPA CATÓLICA

Los primeros ejemplos del capitalismo moderno aparecen en los monasterios católicos de Italia y no en los países nórdicos protestantes. Es más, el capitalismo incipiente y aun desarrollado ya existía en la China, en el mundo islámico, en la India, en Bizancio, en Roma, en Grecia, en Egipto y en otras civilizaciones premodernas. En el Código de Hammurabi y los fragmentos de Nippur que lo completan se limita la tasa de interés, pero no se prohibe. En el Antiguo Egipto también rige el sistema de limitación legal de la tasa de interés, pero tampoco se prohibe; más bien, se refuerza su pago, como que en una ley del monarca  Asychis se obligaba a dar en prenda la momia del padre. En Grecia, por su parte, los préstamos a interés alcanzaron un enorme desarrollo pues, a diferencia de Roma, nunca hubo limitación alguna de los tipos. La tasa de interés fluctuaba entre el 12% y el 20% anual y los griegos nunca se atrevieron a abolirla ni a fijarla, pues temían que tal medida podía constituirse en un obstáculo para el desarrollo del comercio. Es decir, consideraban que el dinero era tan productivo como cualquier otro bien, aunque Aristóteles argumentara en su Política que debía aborrecerse la usura porque la ganancia se obtenía del mismo dinero cuya función era el cambio y no producir más dinero. Esta idea la harían suya muchos teólogos medievales, quienes arrastraron la idea de que el dinero es estéril y, puesto que no producía nada, era injusto exigir intereses por las sumas adeudadas.
Santo Tomás reproduce de cierta manera esta idea, pero asegura que lo que se vende es tiempo y que el tiempo no puede ser propiedad individual. Santo Tomás no había considerado que, en realidad, todo lo que se hace se hace en el tiempo y que es el tiempo lo que le da o quita valor; por ejemplo, el alquiler de un inmueble se hace para determinado período, pues lo que se alquila es un bien inmueble en el tiempo, por lo que el alquiler se constituye en pago por tiempo de uso. Así mismo, el dinero se alquila en el tiempo, que todo lo desgasta o disminuye.  La compensación exige que si el hombre prefiere un bien presente a un bien futuro, del ratio resultante entre el valor de los dos bienes, dividido el valor futuro por el valor presente, surge el tipo natural de interés.[1]
Que esa irracional postura fuera asumida por el príncipe de la razón que era Santo Tomás atestigua que la irracionalidad puede acometer la mente humana en cualquier momento, sobre todo cuando ya existen prejuicios firmemente establecidos contra algo tradicionalmente despreciable como era la usura, entendida como interés. La prueba de esto es que de una mente tan esclarecida como la de Aristóteles saliera la tesis de que el comercio es antinatural, innecesario e inconsistente con la virtud humana.[2] Lo mismo creía Plutarco, para quien toda actividad dedicada a las necesidades humanas era innoble y vulgar.[3] Idéntica opinión era sostenida por Cicerón, con lo cual Venecia no habría sido posible, pues sabido es que fue la primera ciudad que pudo vivir del comercio. Como quien dice, tampoco habría sido posible el progreso y el bienestar humanos. Por su parte el argumento de Aquino contra la usura se fundamentaba en otra invención suya. Para él, el dinero se «consumía» totalmente, «desaparecía» en el intercambio, luego cuando alguien cargaba intereses en un préstamo, los cargaba dos veces, por el propio dinero y por su uso, tesis que no deja de ser hoy realmente extraña y sorprendente. Pero obra a favor de Aquino el que haya pensado en que la  propiedad privada era una institución económica deseable porque complementaba el deseo interno del hombre por el orden. Aquino ayudó a suavizar la tradicionalmente negativa imagen del comercio que caracterizaba el pensamiento Patricio. Para Aquino, el comercio en sí mismo no era malo sino que, más bien, su valor moral dependía de los motivos y la conducta del comerciante. Además, el riesgo asociado con traer bienes de donde son abundantes a donde son escasos justificaba el beneficio mercantil. Por eso cabe la pregunta: ¿No es, por extensión, de la naturaleza de la propiedad privada el cobro de intereses sobre el capital prestado, que es un bien privado? Infortunadamente, Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, introdujo una serie de ambigüedades y oscuridades en sus análisis, aunque es también justo decirlo, cuando aseveró que el determinante del valor de intercambio era la necesidad o utilidad de los consumidores, estaba incorporando conceptos modernos que bien podrían juzgarse como proto-escuela austriaca de economía.

Al contrario que Aristóteles, Santo Tomás era altamente favorable a las actividades de los mercaderes. Particularmente importante fue el breve apunte de Aquino de que en el intercambio se deriva beneficio mutuo para comprador y vendedor. Como indicaba en laSumma, «comprar y vender parece haber sido instituido para el beneficio mutuo de ambas partes, pues uno necesita algo que pertenece a otro y viceversa». En el fondo, estaba estableciendo la Ley Natural de la economía que parece postular que la justicia se alcanza cuando un comprador y un vendedor concurren al mercado y acuerdan allí el precio de lo que intercambian. Esta situación se da siempre y cuando los contratantes lo hagan libremente y sin coerción alguna y cuando gocen de plena capacidad mental. El tomismo demostraba que las leyes de la naturaleza, incluyendo la naturaleza de la humanidad, aun en el sistema de libre mercado, ofrecían los medios a la razón humana para descubrir una ética racional.Y esa ética ya estaba plasmada en la misma Parábola de los Talentos (Mt 25: 14-30) en cuya primera parte el capitalismo comercial queda plenamente justificado: «Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda: a uno dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad; y se ausentó. enseguida, el que había recibido cinco talentos se puso a negociar con ellos y ganó otros cinco. Igualmente el que había recibido dos ganó otros dos. En cambio el que había recibido uno se fue, cavó un hoyo en tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo, vuelve el señor de aquellos siervos y ajusta cuentas con ellos. Llegándose el que había recibido cinco talentos, presentó otros cinco, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes otros cinco que he ganado. Su señor le dijo: ¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. Llegándose también el de los dos talentos dijo: Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes otros dos que he ganado. Su señor le dijo: ¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.»
Ahora bien, en cuanto a las prácticas capitalistas se refiere, en Roma, por ejemplo, un oficial de nombre Dionisio se enteró de que la moneda iba a ser devaluada por Diocleciano e instruyó inmediatamente a uno de sus administradores de nombre Apio le empleara todo el dinero que poseía en comprarle mercaderías. Dionisio sabía que al introducir más cobre en las monedas de plata el precio de las mercaderías subiría, con lo cual se aventuró a comprar más barato para vender más caro, en un acto de pura especulación mercantil y de protección de su peculio e interés individual.[4] Es decir, el capitalismo estaba firmemente consolidado como práctica común en la antigüedad. Y desde el punto de vista teórico, esta práctica de comprar y vender a precios de mercado era también compartida por nadie menos que el Aquinate quien, junto con otros eclesiásticos de su época, compartía la opinión de que no existía precio justo distinto del que diera el mercado. Así que su conclusión en la Summa era que el valor de los bienes económicos es el que procede del uso humano y se mide por un precio monetario para cuyo propósito el dinero se había inventado. Además, en la Summa, Aquino advierte la influencia de la oferta y la demanda en los precios: una oferta más abundante en un lugar tenderá a bajar el precio en ese lugar y viceversa. Como si fuera poco, Santo Tomás describió sin condenar en absoluto las actividades de los mercaderes al obtener beneficios comprando bienes donde son abundantes y baratos y luego transportándolos y vendiéndolos en lugares donde son bienvenidos. Por eso también afirmó, citando a San Agustín, que era natural y legal querer comprar barato y vender caro.[5] San Alberto Magno propuso, por su parte, que el «precio justo» era aquél «que tienen los bienes de acuerdo con la estimación que el mercado hace de ellos a tiempo de venta».[6] Lo que estos Padres mostraban era un respeto fundamental por las fuerzas del mercado.

Cierto es que el catolicismo enseñaba la frugalidad en las costumbres y hasta llegó a manifestarse en contra de los intereses, del comercio y de las finanzas bancarias; cierto que muchos papas condenaron la usura, fundamentándose en algunos preceptos bíblicos, como en Éxodo 22: 25; Levítico 25: 35-37, Deuteronomio 23: 20, Lucas 6:35.  Si esto estaba tan claro, ¿por qué el llamado «pueblo del Libro» era el que, precisamente, violaba con los cristianos estos preceptos e incurría en la práctica de otorgar préstamos a interés? ¿No eran los más llamados a acatar lo que los primeros tres libros de la Torá indicaban? ¿O era que quizás la Biblia había querido señalar la usura no como el interés competitivo y de común ocurrencia, sino como el interés por fuera de toda proporción y común usanza en un momento dado en el tiempo? Por lo pronto miremos las prohibiciones que recaían sobre los cristianos.
Entre los concilios que específicamente condenan la usura se encuentra el Concilio de Arlés del 314; el Primer Concilio de Nicea del 325; el Primero de Cartago del 345; el de Aix del 789; el Segundo Concilio de Letrán (canon 13) del 1139;[7] el Tercer Concilio de Letrán del 1179; el Tercer Concilio de Lyon del 1274 que prohibió alquilar inmuebles a los usureros y le negaba confesión, absolución y enterramiento cristiano; el Concilio de Viena del 1311 que impuso excomunión al gobernante que legalizara la usura en su Estado. Clemente V (1305-1314) en la Constitución Ex gravi ad nos sentencia: «Si alguno cayere en el error de pretender afirmar pertinazmente que ejercer las usuras no es pecado, decretamos que sea castigado como hereje». En fin, una legión de papas se opusieron y anatematizaron el cobro de intereses, como Urbano III (1185-1187), San Pío V (1566-1572) Alejandro VII (1655-1667), León XIII y otros.
No obstante, las prohibiciones comenzaron a cambiar con el IV Concilio de Letrán en el que se permitió cobrar intereses no considerados de usura. Como se ve, ya la definición del término usura comienza a cambiar hacia «intereses por fuera y por encima de lo común». Pero un paso atrás se dio tres siglos más tarde en el V Concilio de Letrán en el que se define la usura como «el lucro o interés que pretende obtenerse por el uso de una cosa fungible, infructífera, sin trabajo, gasto ni peligro alguno», reversándose la incipiente definición de usura del IV Concilio. Posteriormente el papa Benedicto XIV la condena en 1745 en los siguientes términos:«El pecado de la usura consiste en pretender recibir en virtud y razón del préstamo más de lo que se ha dado, algún lucro sobre lo que se entregó, no observando la condición de este contrato que exige la igualdad entre lo que se deja y lo que se devuelve». Pero en este tema hubo muchas ambivalencias: Inocencio XI (1676-1689) en su «Errores varios sobre materia moral, condenados por el decreto del Santo Oficio, del 4 de marzo de 1679 dice: «(41) Como quiera que el dinero al contado vale más que el por pagar y nadie hay que no aprecie más el dinero presente que el futuro, puede el acreedor exigir algo al mutuatario, aparte del capital, y con ese título excusarse de usura. (42) No es usura exigir algo aparte del capital como debido por benevolencia y gratitud; sino solamente si se exige como debido por justicia». Pero Calixto II (1455-1458) ya había dicho en su «Sobre la usura y el contrato de censo de la Constitución Regimini universales del 6 de mayo de 1455»  que «…esos habitantes y moradores, o aquellos de entre ellos a quienes les pareciera que así les conviene según su estado e indemnidades, vendiendo sobre sus bienes, casas, campos, predios, posesiones y heredades, los réditos o los censos anuales en marcos, florines o groschen, monedas de curso corriente en aquellos territorios, han acostumbrado a recibir de los compradores por cada marco, florín o groschen, un precio suscrito competente en dinero contado según la calidad del tiempo y el contrato de la compraventa… Con todo, algunos se hallan en el escrúpulo de la duda de si tales contratos han de ser considerados lícitos. De ahí que algunos, pretextando que son usurarios, buscan ocasión de no pagar los réditos y censos por ellos debidos... Nos, pues... para quitar toda duda de ambigüedad en este asunto, por autoridad apostólica declaramos a tenor de las presentes que dichos contratos son lícitos y conformes al derecho, y. que los vendedores están eficazmente obligados al pago de los mismos réditos y censos según el tenor de dichos contratos, removido todo obstáculo de contradicción». Anotamos, en primer lugar, que cuando Inocencio XI dice que « nadie hay que no aprecie más el dinero presente que el futuro» estaba anticipándose a la teoría de Mises y de la escuela austriaca de economía sobre la formación de la tasa natural de interés, señalada anteriormente. Para un economista profesional, ninguna duda cabe de que el Papa estaba estableciendo un ratio de valores, v. gr., el valor futuro del bien dividido por el valor presente produce la tasa natural de interés. Así las cosas, algo debía estar pasando en el mercado libre para que la Iglesia incurriera en tantas excepciones, contradicciones y ambigüedades y fuera lentamente aceptando el interés sobre los préstamos como algo necesario para la supervivencia de una sociedad comercial. Sí, algo debía estar pasando para que entre Papa y Papa hubiese tanta diferencia conceptual.
Para los católicos de entonces, el principio de aceptación lo produce la praxis comercial y las necesidades financieras que entran por la puerta de atrás de las prohibiciones, con lo cual se da comienzo al cuestionamiento de la validez teológica de las definiciones de la usura, por cierto estrechas y miopes. La realidad empírica se imponía sobre la teoría especulativa. Promediando el siglo XVI la Bula constitutiva del Monte de Piedad de Vicenza permitió prestar dinero al 4% si el préstamo en cuestión se destinaba para emprender negocios. La justificación para tal acción delata la fragilidad en que se sustentaba la prohibición: que los préstamos en Italia eran usualmente del 5% --lo cual también aceptaba que los católicos poco caso hacían de las bulas anteriores-- y que tales intereses eran, en realidad, una «indemnización» para que el prestamista no pusiera su dinero en manos de los usureros. En la bula del V Concilio de Letrán Inter multiplices del 28 de abril de 1515  (sesión X), León X afirma: «Con aprobación del sagrado Concilio, declaramos y definimos que los (antedichos) Montes de piedad, instituidos en los estados, y aprobados y confirmados hasta el presente por la autoridad de la Sede Apostólica, en los que en razón de sus gastos e indemnidad, únicamente para los gastos de sus empleados y de las demás cosas que se refieren a su conservación, conforme se manifiesta, sólo en razón de su indemnidad, se cobra algún interés moderado, además del capital, sin ningún lucro por parte de los mismos Montes, no presentan apariencia alguna de mal ni ofrecen incentivo para pecar, ni deben en modo alguno ser desaprobados, antes bien ese préstamo es meritorio y debe ser alabado y aprobado y en modo alguno ser tenido por usurario... Todos los religiosos, empero, y personas eclesiásticas y seglares que en adelante fueren osados a predicar o disputar de palabra o por escrito contra el tenor de la presente declaración y decreto, queremos que incurran en la pena de excomunión latae sententiae, sin que obste privilegio alguno». Como se ve, esta excepción contradecía la definición de usura que el propio Concilio había hecho.
El papa Inocencio X hizo, por su parte, otro tanto: contestó a los misioneros de la China que cuando existía el riesgo de que la cantidad prestada se perdiese, se podía pedir un interés compensatorio. Esta medida dio  pie a que comenzara a surgir un nuevo planteamiento sobre los efectos «externos» del contrato --y no del contrato mismo-- justificatorios del cobro de intereses: riesgo de pérdida del dinero prestado; multa por retrasos en la devolución del capital y pérdida del capital devuelto por causa de la inflación. Es decir, la interpretación de la letra de la Biblia referida a las prohibiciones sobre el cobro de intereses comenzaba a ser replanteada, al tenor de lo dicho por San Agustín: «diversas cosas pueden ser entendidas de palabras que son, sin embargo, ciertas».
No poco efecto tuvo sobre este viraje conceptual tres circunstancias adicionales: el clima de opinión de que las persecuciones a los judíos se hacían, principalmente, por motivos económicos en que la codicia de las coronas reinantes por apoderarse de sus bienes y solucionar sus problemas de caja eran los motores que impulsaban tales acciones;[8] que al prohibir a los cristianos los préstamos a interés, todo el dinero iba a parar a las arcas de judíos, lombardos y templarios. Estos últimos, se establecieron en las principales ciudades de Francia cuando llegaron de Tierra Santa, de donde trajeron las técnicas bancarias sirias. Compitieron con los judíos, quienes por entonces cobraban entre el 20% al 25% de interés sobre los préstamos, aunque muchos cristianos prestaban al 100%. Una tercera razón para ir levantando la prohibición era la demanda de empréstitos de los propios papas y príncipes, quienes pagaban intereses entonces llamados de «usura». Es decir, se estaba dando pie a que popularmente se pensara que a los papas gustaba la leche pero no la vaca. 
El cambio de actitud también pudo haber sido influenciado por una mayor comprensión de la Parábola de los Talentos (Mt 25:14-30), en boca del propio Cristo. Todos sabemos que al tercer siervo, a quien su amo había dado un talento, lo increpó al regresar de su viaje: «Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí; debías, pues, haber entregado mi dinero a los banqueros, y así, al volver yo, habría cobrado lo mío con los intereses. Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos. Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.» Es posible que si esta parábola hubiese sido invocada a tiempo las prohibiciones de Éxodo 22: 25; Levítico 25: 35-37, Deuteronomio 23: 20, Lucas 6:35 habrían sido puestas dentro de una perspectiva más serena y acertada. Por lo menos se habrían evitado el baile y traspiés de papas y concilios.
Recordemos que ya, en la vida real, en el 1206 Felipe Augusto concedió el cobro de intereses al 43%, en tanto el Estatuto de Francia permitía hasta el 170% y Ottocar de Bohemia permitía un tipo libre. Por su parte, Alfonso X El Sabio en su pragmática de marzo de 1253 prohibió que los intereses superasen el «tres por cuatro», es decir, del 33,33% anual, interés que se traslada al Fuero Real y a las disposiciones de las cortes de Valladolid de 1258. Es sobre esta base que se asentarían las ordenanzas sobre la usura que posteriormente surgieron al desgaire de los tiempos. Por su parte, el papa Gregorio IX escribe en una carta que «El que presta a un navegante o a uno que va a la feria, cierta cantidad de dinero, por exponerse a peligro, si recibe algo más del capital, no ha de ser tenido por usurero. También el que da diez sueldos, para que a su tiempo se le den otras tantas medidas de grano, vino y aceite, que, aunque entonces valgan más, como razonablemente se duda si valdrán más o menos en el momento de la paga, no debe por eso ser reputado usurero. Por razón de esta duda se excusa también el que vende paños, grano, vino, aceite u otras mercancías para recibir en cierto término más de lo que entonces valen, si es que en el término del contrato no las hubiera vendido».[9]  
La ambigüedad con que la usura estaba siendo tratada determinó que tanto en el Fuero Real como en el Fuero Juzgo se establecieran tasas limitativas del interés, aunque en las Partidas se hubiera optado por prohibirlas del todo, tal como se indicaba en el Derecho Canónico. Por eso, si examinamos las compilaciones de las leyes habidas en los diversos reinos hispánicos de la Edad Media nos encontramos, más que con prohibiciones, con regulaciones de los tipos de interés. Por ejemplo, la Ley VIII del Fuero Juzgo intitulada «de las usuras que deven ser rendidas» establece el límite del 12,5% de interés, so pena de que el prestamista pierda todos los intereses aunque no el capital. Por su parte, el Fuero Real elevó el tipo de interés hasta el 33% anual, en tanto que Carlos I y las Cortes de Madrid introdujeron el tope del 10% anual. Posteriormente, la pragmática de Felipe IV de 1652 redujo la tasa de interés del 10% al 5%, pronto se restableció al 10%  y en la Novísima Recopilación de 1805 se devuelve al 5%, aunque en los mercados rigieran otras tasas. Estos ejemplos son suficientes para demostrar la ineficacia de las antiguas prohibiciones y que en el mundo católico los tipos de interés se fueron abriendo paso por encima de las bulas, las cartas papales y los concilios, por encima de las contradicciones y de las ambigüedades, si hasta las mismas órdenes religiosas fungían de bancos y ejercían el comercio del dinero.
En la Novísima Recopilación se asimila la nueva doctrina que pone de presente las externalidades a los contratos de las que hice mención: que el interés juega en los contratos en los que hubiera daño emergente, lucro cesante, riesgo de pérdida o dilación del reintegro. Domingo de Soto, uno de los originarios de la ciencia moderna,[10] en su obra de iustitia et iure(1557) señala que las usuras son legítimas, toda vez que no se imponen por la ganancia de los prestatarios, sino por la demora en su devolución y aclara que no es pecado la usura cuando se añade al capital por razón de lucro algo que por daño o por castigo se pierde. De Soto introducía el tiempo como factor determinante para el pago de intereses y restitución del poder adquisitivo perdido y concluye que es lícito pactar por anticipado el pago de intereses por mora en concepto de castigo. Finalmente, en el siglo XVI se estaba asimilando la noción de que para tener leche hace falta la vaca, por desagradable que nos parezca el animal.
De Soto tenía como antecedente que en las Cortes de Castilla de 1438, se prohibió exigir un interés superior al 25%, pues desde mediados de este siglo surgieron en el reino las Arcas de Limosnas, los Montes de Piedad y los Pósitos. Tales instituciones surgieron de la necesidad de facilitar los préstamos para reyes y gentes del común que negociaban capital y tipos de interés en el mercado libre. Por otro lado, en la Escuela de Salamanca se tenía por cierto que la usura era un incremento sobre el importe de un préstamo que se admitía como compensación al pago retrasado (por supuesto que todo pago de capital lo es y el factor tiempo vuelve y juega muy a pesar de Santo Tomás) llamada poena convencionalis, o por daños sufridos por el prestamista llamados damnum emergens, ya por cambio en las monedas, ya por inflación, o, adicionalmente, por compensación de la cuantía dejada de percibirse en una inversión alternativa. A esto se llamó lucrum cessans. Martín de Azpilcueta, teólogo navarro (1493-1586), perteneciente a la Escuela de Salamanca, es uno de los escolásticos que se ocupó del valor del dinero, pues fue precursor de la teoría cuantitativa en su obra «Comentario resolutorio de cambios», en donde dice que el dinero vale más donde escasea que donde hay abundancia. Azpilcueta se aproximaba mucho a la teoría moderna, si no fuera porque hoy también se sabe que donde hay abundancia de dinero en relación con los bienes producidos, la inflación resultante eleva los tipos de interés.
En conclusión:  aunque la Iglesia considera un pecado la usura, debe aclararse que el término usura también se ha venido modificando en su interpretación, hasta el punto en que hoy se tiene que hace referencia a un tipo de interés inusualmente alto; es decir, muy por fuera de la práctica comercial en un momento dado. Por tanto, la tasa de interés que se mantenga dentro del límite de la justicia no es posible determinarla a priori; la tasa de interés que resulta justa y apropiada al tiempo que se vive es aquella que se determina a posteriori y que está dentro del canon de lo comúnmente aceptable.

LA FE Y LA RAZÓN MUEVEN EL LIBRE MERCADO

No por todo lo que se ha dicho es menos cierto que hacia el siglo XII y XIII los teólogos católicos defendieron las utilidades empresariales como propias de la actividad productiva y, con ellas, la propiedad privada como resultante de tales actividades; por extensión, el interés sobre los préstamos no deja de ser una utilidad empresarial y un legítimo producto de la propiedad privada que es el dinero fiduciario. Aquellos teólogos no podían soslayar el hecho de que las actividades comerciales más prósperas y dinámicas habían comenzado en los monasterios. Es decir, estaban informando que toda actitud contraria a esta realidad era propiciada por una comprensión teológica muy estrecha y recortada: partían de un razonamiento fundamentado en la observación empírica del devenir humano. La razón y la fe, pues, siempre estuvieron entremezcladas en la tradición católica y las actividades capitalistas, o de libre mercado, no fueron excepción alguna: tenían muy presente que la verdad no podía prescindir de la fe, como aptamente anotó Clemente de Alejandría. El propio San Agustín también afirmó que aunque la fe precedía a la razón, en cuanto que ella era indispensable para purificar el corazón, había una pequeña porción de razón que, al persuadirnos de lo anterior, tenía que preceder a la fe. Esta postura se abrió paso no sin ninguna oposición, pues algunas órdenes monásticas como la franciscana y la cisterciense argumentaron contra ella, pero al cabo triunfó la tesis agustiniana, respaldada por la creciente influencia universitaria y el núcleo intelectual que crecía a su alrededor. Para nadie es un secreto que el nacimiento de estos centros de pensamiento no sólo fue un acto de razón, sino un acto de fe en la racionalidad del hombre que, bajo la inspiración católica, irrumpió en el imperio carolingio.
San Agustín admiraba el progreso humano en todas las artes del hacer y del saber; por eso dijo:«No ha inventado y aplicado el genio del hombre a incontables y sorprendentes artes, en parte como resultado de la necesidad, en parte como resultado de invenciones exuberantes… que indican una inextinguible riqueza en su naturaleza que es capaz de inventar, aprender y emplear tales artes. Qué maravillosos ¾y podemos decir sorprendentes¾  avances ha hecho la laboriosidad humana en el arte de los tejidos y la construcción, de la agricultura y la navegación»,[11] y todo ello porque Dios le había proporcionado una naturaleza racional. El impacto de la cultura griega en la teología católica no puede minimizarse, pues tanto San Agustín como Santo Tomás fueron herederos de un legado que había pasado de los griegos a los romanos y que, pese a la decadencia de éstos últimos, para nada se menguó su riqueza intelectual. Ambos reconocieron la deuda que tenían con la cultura helenística.
El sentido del progreso a través de la razón alcanzó su mayor altura con Santo Tomás en su Suma Teológica, pues es allí mismo donde presume que Dios es el absoluto y máximo exponente de la razón, ya que es ella misma, de acuerdo con Agustín y Tomás, que no nos permite aceptar de manera absolutamente literal lo que dicen las escrituras, porque, como ya lo había dicho San Agustín, «diversas cosas pueden ser entendidas de palabras que son, sin embargo, ciertas». Contrario sensu, aquello que parece cierto no lo es siempre. Tal es el caso de los llamados «hermanos de Jesús» que en Mateo 12:46-50, en Juan 2:12 y en 1Cor 9:3-5 así los nombran, pero que un más cuidadoso estudio e interpretación nos lleva, como llevó a la Iglesia, a concluir que se trataba de sus parientes ya que el idioma arameo no tenía para distinguir entre hermanos carnales y hermanos que no lo fueran, como primos y parientes, y fue en este idioma que se vertió el testamento de Mateo; similarmente, en el idioma griego la palabra hermano era polivalente, pues para uno y otro se usaba indistintamente la palabra adelphos (hermano) o anepsios (primo) para designar la misma persona como pariente. La polivalencia queda perfectamente establecida en Ge: 13:8 cuando se menciona que Abram y Lot eran hermanos, cuando todos sabemos que Lot era sobrino de Abrám. Por eso, en el fondo, San Agustín nos decía que si la Biblia parece contradecir el conocimiento, es por la propia falta de entendimiento por parte del hagiógrafo de Dios, a lo que se le debe añadir que también por falta de entendimiento de los propios teólogos. Tal podría ser el caso con la interpretación inicial sobre la prohibición bíblica de la usura. Es decir, desde la Patrística se estaba construyendo una teología de la razón. Porque, como decía San Juan Crisóstomo, ni siquiera los serafines pueden ver a Dios como Él realmente es. Y como que es un ser racional y el mundo es de su creación, se sigue que en los asuntos del orden natural hay también una inmensa racionalidad, v. gr., el funcionamiento de los mercados y del capitalismo como sistema del orden natural que tiene como fundamento último la individualidad. La prueba de esta primacía es que tanto el pecado como la salvación, según se ha enseñado, son problemas de la persona, del individuo, y no del grupo, como del individuo es el libre albedrío.
El catolicismo, por tanto, se fundó sobre la base de que a los humanos se les dio el poder y la responsabilidad de decidir sus actos, de escoger entre la virtud o el pecado. En una palabra, el ser humano es más libre cuantos más actos morales escoja; la libertad cristiana se dirige al bien, de donde surgen ciertos derechos; y en el caso de la economía, el bien se logra con la capacidad de tener iniciativa privada y apuntar a servirle al mayor número con el menor esfuerzo. Tal es la justificación de la acción privada y del libre ordenamiento de los mercados. Que es otra forma de decir que el bien es la limitante de la libertad personal y que ese bien sólo surge si se dan las condiciones necesarias y suficientes que hacen posible la libertad humana.

EL CAPITALISMO MONÁSTICO EN LA EDAD MEDIA

           Hacia el siglo II de la Era Cristiana Roma tenía un millón de habitantes; sin duda alguna, contaba con un Imperio grandioso que la proveía de todo lo necesario para mantener una enorme población en una época en que ninguna otra ciudad del mundo podía ostentarla. La civilización romana había alcanzado los más remotos rincones del mundo conocido y la cohesión del Imperio parecía indestructible. No nos detendremos, empero, en las causas de la decadencia de tan portentosa civilización, pero una cosa es cierta: para el siglo IX Roma había visto reducida su población a menos de cincuenta mil habitantes. Atrás había quedado la vieja grandeza y el fasto de sus mejores días. Para el día en que el papa Gregorio XI decidió trasladarse de Avignon a Roma, la ciudad sólo contaba con quince mil habitantes. Siete Papas habían residido en Avignon y esa decisión ocasionó el llamado «cisma de Occidente»  y el surgimiento del antipapado. Durante toda la Edad Media, Europa se había sumergido en una larga agonía de invasiones bárbaras y despoblamiento general y tal vez por eso a este período de la Historia se le tenga como una edad oscura y sin perspectivas. En cierta forma, ello es cierto. Pero no lo es completamente. La Edad Media tiene su lado oscuro, qué duda cabe, pero también lo tiene brillante en que, de una manera u otra, la humanidad se recompone y surgen algunas innovaciones administrativas, musicales, literarias y hasta tecnológicas. La rivalidad existente entre los pequeños principados, la guerra y el surgimiento de los monasterios, diseminados por toda Europa y consagrados al rescate de la cultura, dieron comienzo a una  nueva era capitalista de importantes inventos. El rescate de la rueda de agua de entre las ruinas del antiguo Imperio y su empleo en la molienda de granos fue parte de esta reconquista del intelecto humano. En la Tolouse del siglo XII se comenzaron a vender acciones de la Société du Bazacle para capitalizar sus molinos, acciones que eran libremente vendidas y compradas en el Continente. Es posible que esta fuese la primera compañía verdaderamente capitalista del mundo y que fuese el ejemplo a seguir de otras empresas molineras que fueron surgiendo a lo largo del río Sena. La proliferación de molinos de agua dio paso a la construcción de represas, cierto que rústicas, que no sólo controlaban las inundaciones, sino que generaban fuerza para mover las ruedas de los molinos y proveían del valioso elemento los campos de cultivo. Con la nueva irrigación, se hizo necesario inventar arados pesados con cuchillas graduadas flexiblemente que pudieran cavar más profundos surcos, necesarios en los suelos muy húmedos. Desde ese momento las agricultura se volvió más productiva. Y la dieta también varió, pues la prohibición de la Iglesia de comer carne los viernes y otros días de fiesta hizo surgir los lagos artificiales para la piscicultura. Parece que los monasterios cistercienses fueron los que más rápido y productivamente desarrollaron esta industria, mucho antes de que las flotas pesqueras se organizaran en el siglo XIII. En el siglo IX la agricultura volvió a experimentar una nueva modificación: el llamado sistema de tres campos, una mejora del romano de dos, consistente en dividir la tierra en tres partes y sembrar dos en invierno y en primavera, para dejar uno en reposo. Este sistema permitió una mayor productividad agrícola. Pronto la abundancia de agua hizo posible la manufactura mecánica del papel que antes se producía a mano y en condiciones difíciles. Ahora era posible aserrar árboles usando la fuerza del agua y este invento permitió que se usara cada vez más papel en los monasterios para iluminar libros y copiar documentos perdidos, dibujar máquinas, escribir literatura, filosofía y crear las ciencias especulativas. Pero si se había dominado el agua, ¿por qué no se podría hacer otro tanto con el viento? Los molinos de viento fue otro de los inventos que se fue abriendo paso en los Países Bajos y otros puntos de Europa y que se diseminaron con mayor rapidez que los movidos por agua por obvias razones. El desarrollo de la industria ovejera trajo también grandes adelantos en la manufactura de tejidos, amén de proveer leche, queso, carne y abono para la tierra. Los tejidos comenzaron a industrializarse mecánicamente con los molinos de agua, lo cual pudo hacer posible el abastecimiento de una población creciente. En el 1284 sucedió otro gran invento en Italia (aunque parece que en la China ya habían sido inventados, pero no se masificaron a causa de una férrea oposición de los mandarines): las lentes de aumento, que permitieron a la población adulta continuar trabajando pasados los cuarenta años de edad cuando la vista comienza a deteriorarse. La demanda por estos artefactos fue tan grande que en menos de cien años ya se estaban produciendo masivamente. Luego vinieron los relojes mecánicos en reemplazo de los de sol, que se instalaron en las torres de las iglesias para que todos supieran con exactitud la hora del día. La guerra tuvo también su parte en el desarrollo, cuyas necesidades hicieron posible el invento de la silla de montar y los estribos en el 732 por los francos, lo cual permitió cargas a pleno galope y la organización de la caballería pesada. A partir del 1300 la pólvora, inventada en la China para los fuegos artificiales, comenzó a usarse en Europa para la artillería, así que en el sitio de Metz en el 1324 se usó por primera vez en el combate. Este desarrollo bélico hizo que los castillos de los nobles fueran más vulnerables. Ya no era posible refugiarse tras los muros de una ciudad y esperar a que el enemigo se cansara del asedio. Por esta época también se formaron las primeras flotas de asalto desde tiempos de los romanos y se hizo posible el combate artillero en el mar con barcos más maniobrables por la innovación en el sistema de gobierno. En efecto, se logró la articulación vertical de una pieza de hierro sobre goznes en el codaste de la nave, lo cual permitió una gran maniobrabilidad y solvencia en la batalla.  El desarrollo de la marina de guerra dio paso al de la marina mercante y las dos al invento de  instrumentos de navegación más sofisticados. El capitalismo ya estaba en marcha para renovar la cultura y tecnologías perdidas con la caída del Imperio. En todo esto, los monjes fueron brillantes auxiliadores. La rehabilitación de las viejas rutas romanas hizo posible el comercio entre ciudades, villas y principados. La observación de que los antiguos carruajes romanos de ruedas rígidas ya no servían los propósitos del transporte, hizo que se inventara el pivote delantero para permitir un mejor manejo del carro en las estrechas calles medievales. Pequeñas, pero significativas invenciones que dieron paso a otras de mayor importancia, como los arneses que permitieron a las bestias arrastrar mayores pesos y cargas.
El arte tuvo también un grande desarrollo. Hasta la Edad Media la música era monofónica y fue hacia el año 900 que se inventó la polifonía armónica. Los instrumentos musicales, como el clavicordio, el violín y el órgano siguieron a la polifonía, que también necesitó de la nota escrita para reproducirla, invención que llegó hacia el año mil. Y no se diga nada acerca de la arquitectura, la escultura, la poesía, la pintura. El mundo volvía a enriquecerse gracias a la innovación permitida por los mercados libres, porque no hay nadie más agradecido y productivo que un artista bien remunerado y para eso los príncipes de Europa los traían a sus palacios, que pronto fueron llenándose de obras que adornaron las otrora lúgubres paredes y espacios. El surgimiento de las universidades dio otro gran impulso al conocimiento, tanto el construido sobre el de la antigüedad clásica, como el innovado por los tiempos que corrían. Así surgieron Boloña, Salamanca, Toulouse, Padua, Roma, Perugia, Pisa, Módena, Oxford, Florencia, Praga, Colonia, y otras. Pero que no se olvide que todas surgieron del fondo católico, cuyas facultades estaban regidas por diferentes órdenes religiosas. De aquí surgió la ciencia que comenzó a construirse sobre los antiguos legados y observaciones que la abrieron a los grandes científicos. No sabemos si Newton le deba a Jean Buriden (1300-1358) el concepto del vacío en el espacio, de donde derivó su primera ley de los cuerpos en movimiento, o si Copérnico tomó de él que la Tierra gira sobre su eje o, en general, que la creencia de la Edad Media de que la Tierra giraba alrededor del sol sentó las bases posteriores para su comprobación. Lo que sabemos era que los medievales no eran tan tontos como nos los han hecho suponer. El obispo Nicolás de Cusa observó que para un hombre situado en la tierra o en cualquier otro objeto celeste,  siempre parecerá que ocupa un centro inmóvil y que todas las demás objetos se mueven. Con esto significaba que se debía siempre desconfiar de que la tierra no se movía.
El capitalismo fue otra de esas instituciones que, pese a la adversidad de los tiempos, a los mercados reducidos, al colapso generalizado de las grandes urbes, al despoblamiento traído por las pestes, a la falta de acueductos y a la insalubridad general, resurgió a principios del siglo IX impulsado por los monjes católicos que combinaban la fe con el pragmatismo que la realidad les imponía. Pero, ¿qué quiere decir la palabra «capitalismo» cuando de ella se excluye el peyorativo «ismo» que lo asemeja a «individualismo» y otros ruines ismos? Es evidente que la palabra se deriva de «capital», categoría que abiertamente se diferencia de lo que se consume, de lo que se gasta en bienes y servicios. Se refiere, entonces, al uso del ahorro o del patrimonio líquido que se emplea para generar más dinero para consumir e invertir. Está, entonces, directamente ligada a la inversión que es la parte del ingreso que se arriesga en la búsqueda de la generación de más riqueza por medio de las actividades productivas tanto en más bienes de capital como en bienes de consumo que se canalizan más eficientemente a través de los mercados libres. El capitalismo incluye también las actividades bancarias, pues es función principal de los bancos reunir capital de socios y clientes para ponerlo a disposición de los tomadores de riesgos; es decir, capital de muchos para entregarlo a unos pocos que son los hogares, los empresarios y los motores del progreso social. Por ello, el capitalismo se sustenta siempre en los mercados libres, en la salvaguarda de los derechos a la propiedad privada y en la libre contratación laboral. Y es por estos tres fundamentos que la gente invierte y arriesga en procura de mayores beneficios. De lo contrario, sólo consumiría y el resto (ahorro) se escondería de la vista de las autoridades. Y se habría escondido, de haberse impuesto la tesis de San Ambrosio de que todos los bienes debían mantenerse en común, pues consideraba que la propiedad privada vino a existir por la caída en pecado del hombre, tesis totalmente contraria a la de San Agustín que la consideraba surgida del orden natural. Por su parte, Santo Tomás la consideraba una contribución al bien común. Y así lo reafirmó el papa Juan XXII cuando condenó por herética la postura franciscana de que Jesús enseñó que todas las cosas debían ser tenidas en común y que sólo en la pobreza se podía imitar a Cristo.[12]
Como quiera que el capitalismo también implica abundancia de bienes, es de la naturaleza del ascetismo religioso rechazar sus medios y sus fines; pero normalmente la gente no tiene el ascetismo por norma de vida, por lo que a partir de Constantino la Iglesia aceptó esta nueva realidad y dejó de predicar la práctica universal de aquél sistema como norma de salvación. Por eso, hacia el siglo IX las nuevas modalidades de producción agrícola tenidas en los monasterios levantaron el bienestar general por encima de la producción de subsistencia, abarataron los precios e hicieron posible que los monjes mejoraran sus conventos, hicieran más obras de caridad y propiciaran el surgimiento de la economía monetaria. Hacia finales del mencionado siglo los monjes de Lucca, Norte de Italia, fueron los primeros en adoptar una economía monetaria que en el siglo XIV ya estaba bien cimentada. Estaban felices viendo crecer sus utilidades y beneficios. Por eso se constituyeron en los primeros bancos que prestaron dinero a la nobleza, a los reyes y a los burgueses. En la Edad Media, pues, la Iglesia se constituyó en el mayor prestamista y en la institución más rica de Europa, tanto en dinero como en tierras. Y cómo no lo iba a ser, si no sólo los reyes le pedían dinero prestado, sino que mandaban a hacer misas por sus almas: Enrique VII de Inglaterra mandó a decir diez mil y Felipe II de España treinta mil por la suya.
El crédito fue otro de esos desarrollos que dieron grande impulso a la evolución del capitalismo ya que los monjes, conocedores del secreto de multiplicar las riquezas, prestaban a interés; sí, a interés, como las 100 libras de oro que el obispo de Liège prestó a la condesa de Flandes, o los 1.300 marcos de plata al Duque de Lorena, o las 20 libras de oro que el obispo de Worms prestó a Enrique III. Pero también muchos obispos pedían dinero prestado a los monasterios, constituidos ya en bancos de crédito, así como a los propios bancos privados. Por ejemplo, en 1229 el obispo de Limerick, Irlanda, pidió dinero prestado a un banco romano y fue excomulgado por el papa por no pagar la deuda, hasta cuando terminó pagando el 50% de interés en los siguientes ocho años.[13] Existe amplia documentación de que en el 1215 la corte papal estaba saturada de usureros que prestaban dinero a los prelados que lo necesitaban,[14]particularmente porque muchos de ellos compraban sus altos cargos, ya como obispos, ya como cardenales, a manera de jugosa inversión por las canonjías esperadas.
Fue por esta época cuando también se desarrolló el crédito hipotecario, en que se aseguraba la cantidad prestada mediante una promesa de un bien dado en prenda, o una tierra entregada en usufructo al prestamista por determinado tiempo. Sucedieron muchos escándalos, como que los monjes iban relajando sus costumbres y comenzaron a vivir una vida mundana llena de ostentación y  lujos, menos propia de su estado. Por ejemplo, los monjes benedictinos huyeron del trabajo manual, contrataron mano de obra más productiva que la propia y se encargaron de hacer trabajos simbólicos en la cocina para aparentar «trabajo». Claro está que muchos continuaron progresando bajo sus antiguas reglas monásticas, pero lo cierto es que fueron ellos, y no los protestantes ni los judíos, los que dieron grande impulso al desarrollo del capitalismo moderno. Podríamos afirmar que los monasterios se convirtieron en grandes empresas productivas, muy al estilo de las que existen hoy en día y, al hacerlo, proveyeron el modelo perfecto para que otros los imitaran. Pero otra cosa es cierta: fueron los primeros en establecer mediante el ejemplo la dignidad de todo trabajo humano, virtud que ni en Grecia ni en Roma se apreciaba cabalmente. Mayor virtud si apreciamos que al servicio religioso entraba la nobleza y las gentes más distinguidas y ricas de cada comunidad. Esto sólo dejaría a Max Weber en disposición de revisar su tesis de la «ética protestante», si no fuera porque nunca contempló esta realidad del catolicismo que, como ya lo había dicho San Benedicto, «el ocio es el enemigo del alma», regla que aplicó en su orden.
Para el 1231 había sesenta y nueve bancos italianos con sucursales en Inglaterra e Irlanda. Considerando que por la época había mucha confusión acerca de la legitimidad del cobro de intereses, a menos que hubiese incertidumbre sobre el monto principal, los bancos se ingeniaron la forma de cobrar intereses comerciando con notas de crédito, con lo que introducían el riesgo como factor justificatorio del interés. De esa manera se abrió paso la especulación con monedas extranjeras y todo tipo de notas, letras y promesas de pago. La Italia católica había establecido firmemente el capitalismo comercial, pues entre los siglos XIII y XIV ya monopolizaba el comercio, la banca, las manufacturas y extendían su músculo productivo por toda Europa. La libertad de mercado había hecho el enorme milagro, pues aunque la vida de las ciudades-estado italianas era inestable y turbulenta, la libertad de hacer y de crear no fue tiranizada. El Renacimiento quedaba listo para hacer su gloriosa aparición. Las restricciones y prohibiciones, extrañamente, habían catapultado el desarrollo de unas instituciones capitalistas modernas. El pecado de usura había sido sacado de los libros y el capitalismo entraba con pleno vigor en los tratados de economía.[15]

¿DÓNDE RESIDE EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD?

            La anterior temática con todos sus altibajos y posturas contradictorias nos traen de lleno al tema de la autoridad y la obligación de acatarla cuando es justa y razonable. No parece sensato que se obedeciera a las prohibiciones del cobro de intereses cuando existían dudas razonables sobre su interpretación escriturística. ¿Acaso no había señales del sentido común que marchaba en dirección contraria a lo que inicialmente se enseñaba? ¿Acaso el paso de los años no determinó que ciertos Papas hicieran excepciones, otros los admitieran, en tanto otros los rechazaban? A quién se obedecía, entonces, ¿a los que cerrilmente los condenaban o a los que benevolentemente los admitían? ¿Qué efectos habría tenido sobre la sociedad el hecho mismo de que fueran extirpados de los préstamos? Porque, si así hubiese sido, ¿no se habría agotado todo el crédito, habría colapsado el comercio y la producción y se habría retrasado el desarrollo económico? Todo parece indicar que esas habrían sido sus consecuencias más inmediatas.
 En principio, podemos sacar unas primeras conclusiones a manera de argumento y éstas son que todo supuesto hecho debe estar abierto a la verificación y que toda creencia no debe aceptarse sin que se haya demostrado su validez. Por eso, en el orden de las creencias existen varias categorías: la puramente religiosa, no necesariamente comprobable empíricamente, como que Dios existe, o que junto con Jesucristo y con el Espíritu Santo son «tres personas distintas y un solo Dios verdadero». Este tipo de creencia pertenece a un orden diferente de aquella que es fácilmente demostrable: que hubo un imperio que se llamó romano, o que Madrid es la capital de España. Esta última creencia, si se acepta, es porque algún libro nos lo ha dicho, o algún profesor lo ha afirmado con su autoridad. No requiere, entonces, de extensa comprobación, pues hemos depositado nuestra fe en el conocimiento de quien lo dice. Dentro de estos dos rangos de autoridad existen muchas nociones y creencias intermedias en las que se debate nuestra inteligencia y capacidad cognoscitiva. Es en esta zona gris donde debemos tener el máximo cuidado en aceptar por autoridad cualquier creencia que se nos presente como verdadera; menos aún aquellas que no resisten el más mínimo escrutinio y que se han impuesto por la fuerza, sin ningún análisis ni peso argumentativo.
En el medioevo, cualquiera que dudase de la existencia de Roma suscitaría la burla de sus amigos; pero si llegase a cuestionar la validez de la prohibición del cobro de intereses, bien habría podido terminar con sus huesos en la cárcel. La intolerancia ha sido una constante en la humanidad, particularmente con aquellas cosas sobre las que la razón no da cuenta. Pero es, justamente, la razón la que nos mueve dentro del universo de la experiencia, por lo que resulta desastroso entregar a una autoridad descarriada sus fueros y derechos. Y ha sido en el campo de la teología donde la razón ha sufrido los más violentos ataques, sobre todo cuando ésta ha medrado en áreas donde su competencia está íntimamente ligada con la propia competencia de los teólogos; es decir, con su ignorancia en ciertos campos. Dos poderosas armas, sin embargo, posee la razón: el arma del argumento y el arma de la praxis, de lo que la gente intuye como práctica razonable y benéfica.
 Claro que existen terrenos donde la autoridad puede imponerse con legitimidad; son áreas doctrinales que permanecen por fuera de la experiencia humana y cuya realidad no puede ser comprobada ni desmentida empíricamente. Por eso mismo tiene la razón también que entrar a disputar si tales doctrinas merecen credibilidad, aunque mayormente permanezca por fuera de su alcance el hecho de que los argumentos no puedan ser desmentidos. El fundamento de la aceptación de una creencia por vía de  autoridad no es si el hecho no pueda ser desmentido, como por ejemplo, la existencia del infierno, o del cielo, sino si tal aserto cuenta con un sustento lógico a partir de unos antecedentes concatenados; porque no es lo mismo hacer creer lo anterior que hacer creer bajo autoridad que en una lejana estrella existen unos seres que se comunican telepáticamente con nosotros, que poseen grandes cerebros y que hablan todas las lenguas de la Tierra. Si bien esta doctrina no puede ser desmentida por la razón, pocas bases de credibilidad tiene aun para la misma razón. Hay algo en la intuición que habla y dice: «no lo creas». Y es aquí donde el pensamiento debe tener la suficiente libertad para aceptar o rechazar lo que no parece razonable.
   A Grecia debemos esta libertad de pensar y argumentar. Es a este espíritu al que debemos sus logros en la filosofía, en la ciencia y en el arte. Demócrito nos enseñó una teoría atómica del universo que de alguna manera se conecta con las teorías más modernas; los sofistas nos enseñaron a pensar, así fuera sobre las cosas más absurdas y extravagantes, pero por este proceso lograron sumergirse en la naturaleza del conocimiento y en la lógica como método de la razón. Todo lo quisieron comprobar con ella y hasta nos imbuyeron de cierto sano escepticismo. La discusión política también se aceptó en Grecia como un instrumento del progreso a la par de la filosofía. Entre Pericles, el político, y Anexágoras, el filósofo, se enfrentaron al status quo que mantenía absurdas creencias sobre los dioses y el ordenamiento celestial. Lo pudieron hacer, pues era realmente inusual que allí se suprimiera sistemáticamente el libre cuestionamiento de creencias o posiciones políticas. Es decir, el delito de opinión era casi inexistente, si no tomamos en cuenta casos notables como el de Sócrates o el de Protágoras, el último de los cuales escribió que era imposible demostrar la existencia o inexistencia de los dioses con el uso de la razón. Tuvo que huir de Atenas bajo acusaciones de blasfemia, pero estos fueron casos aislados de intolerancia.
En el caso de Sócrates, sus enseñanzas se dirigieron siempre a no aceptar sin cuestionamiento el juicio de las mayorías, ni aceptarlo por la vía de la autoridad; de su defensa se desprende que el individuo no debe aceptar coerción alguna para abrazar ninguna idea, pues prima su conciencia sobre todo lo demás a la par que la libertad de expresar lo que bien le parezca. Parece que lo que más dolió a las autoridades constituidas fue la permanente burla que hacía de ellas, de sus doctrinas, incluyendo la de los filósofos y los sofistas. A la avanzada edad de setenta años fue juzgado y ejecutado como ateo y corruptor de la juventud, aunque también nos cabe la sospecha de que las razones de su muerte fueron más políticas que religiosas, pues Sócrates no era un ferviente defensor de la democracia y ya por esos tiempos ésta se abría paso de lleno en Grecia. El que sus jueces no fueran unánimes en la condena demuestra que algún nivel de tolerancia existía. Murió, en todo caso, proclamando que la verdad tenía que ser alcanzada por otros métodos. Eurípides, en cambio, usaba a los protagonistas de sus tragedias para expresar diversos puntos de vista y, aunque fue juzgado por impío, no podemos dejar de observar que el escepticismo griego con las creencias oficialistas se consolidaba a finales del siglo V a.C., con independencia de los anteriores episodios.
 La enseñanza más importante que podemos tener del caso de Sócrates es su indeclinable fe en la libre discusión de cualquier tema, por espinoso que pareciera. No estaba sino afirmando el principio fundamental y moral de que existen derechos anteriores y superiores a cualquier organización humana, por perfecta que se conciba, que asisten al individuo para poderlos expresar libremente. Mantenía una postura diametralmente opuesta a la de su pupilo, Platón, quien abogaba por la construcción de un Estado ideal donde hubiera una religión oficial en la que sus ciudadanos debían creer bajo pena de muerte o prisión. No era que Platón creyera que ésta fuera una religión verdadera, pues esa consideración le traía sin cuidado, sino que pensaba en su utilidad moral a cuyo servicio no estaba la mitología popular de la época. Tampoco fue Epicuro un paradigma de creencias ortodoxas, pues bien materialista que era y agnóstico respecto de los dioses a quienes creía perfectamente indiferentes y alejados del hombre. Todo esto no sólo nos demuestra el clima de relativa libertad existente en Grecia en materia de creencias, sino que también nos señala la fragilidad de la libertad humana y las dificultades que ha encontrado en su paso por la Historia.
 En Roma hubo también atisbos de libertad en las creencias. No pocas veces se denunció la religión, como lo hizo Lucrecio en el siglo I a.C., a quien siguieron muchos epicúreos. Cicerón era uno de aquellos que pensaba que una falsa religión servía el propósito de mantener las masas dentro del orden establecido. Tal tolerancia fue una norma sagrada del Imperio, pues hartas religiones y creencias trajeron los romanos de los territorios conquistados, hasta cuando se hizo presente el cristianismo. Entonces se inauguró la persecución religiosa. No se sabe con certeza las causas de este cambio político, pero podemos aventurarnos a decir que la nueva religión poseía un elemento de exclusivismo que impedía la cohabitación con las otras creencias. El sólo hecho de que se proclamara a sí misma como la religión verdadera hacía deslucir a todas las demás; de otro lado,  su rechazo a venerar la divinidad del emperador se convertía en una verdadera amenaza a los poderes constituidos. Pronto los cristianos fueron considerados enemigos del Imperio y de la raza humana. Flavio Domiciano, paranoico y cruel emperador, inició la prohibición de evangelizar al pueblo romano, en tanto la pena fue de muerte bajo Trajano.
El primero en organizar una abierta y sistemática persecución a los cristianos fue Diocleciano, aunque su éxito fue modesto debido al crecido número que ya había. Volviéronse, entonces, a levantar las banderas de la vieja libertad de conciencia frente a los poderes constituidos. El reto estaba planteado a una escala jamás antes vista: ¿a quién debemos obediencia, a Dios o al César? El César, en cabeza de Constantino, cedió ante Dios; con él se iniciaba una época en la que una religión, otrora proscrita y perseguida, se erigía en la religión del Estado y éste, por su parte, en el árbitro de la conciencia. Los antiguos perseguidores comenzaron a verse como los nuevos parias de una sociedad que estaba desalojando de sus antiguas moradas a los dioses para dar cabida a los santos y a los profetas. En la medida en que los nuevos herejes fueron apareciendo, las facciones religiosas distintas del cristianismo fueron vistas como un peligro para la unidad del Estado y su estabilidad. Juliano el Apóstata reversó temporalmente esta tendencia en el siglo IV prohibiendo que el cristianismo se enseñara en las escuelas y reviviendo los viejos dioses mitológicos, pero hacia finales del siglo Teodosio impuso severas leyes contra el paganismo. Lo que siguió es bien conocido: el catolicismo alcanzó su máximo esplendor y poder temporal con el papa Inocencio III a finales del siglo XIII con la derrota de los cátaros, o albigenses, a manos de los cruzados entre 1209 y 1244. Para extirpar definitivamente sus creencias gnósticas en una dualidad creadora de Dios y Satanás el papa Gregorio IX inauguró la Inquisición sobre el 1233, que fue definitivamente establecida en 1252 por Inocencio IV. La libertad de conciencia había quedado en la mira de las nuevas autoridades y la cuestión socrática puesta en remojo. Pero también se había levantado una nueva y formidable barrera de razón teológica: no podía haber libertad de conciencia frente al error, pues el error no podía tener los mismos fueros que la verdad. Y la verdad era el catolicismo. Jamás antes el mundo había conocido razones que no fueran políticas o de Estado; ahora había irrumpido en el arsenal de la lógica una impecable demostración del poder de la razón en materia religiosa. En general, era ahora el Estado el que se hacía cargo de las ejecuciones por crímenes de herejía. Pero nunca los crímenes fueron mejor atendidos y pronta y severamente castigados como cuando surgió la intolerancia protestante en Europa a partir de la Reforma de Lutero. Enrique VIII de Inglaterra, erigido cabeza de la iglesia anglicana, hervía hasta la muerte a los condenados y no fueron pocos los monjes católicos a quienes se les abrió las entrañas para arrancarles el corazón. Eran cristianos contra cristianos los que ahora protagonizaban los hechos. La autoridad de la Iglesia había sido reemplazada por la autoridad de la Biblia, pero no de acuerdo con ella misma, sino con lo que Lutero o Calvino creían de ella. Éste último, por ejemplo, siempre estuvo en contra del derecho a disentir, de la razón crítica, y a favor de que fuera el Estado el que impusiera la fe por la fuerza y para ello estableció un gobierno teocrático en Ginebra, donde la libertad de conciencia quedó totalmente conculcada. El español Miguel Servet, descubridor de la circulación de la sangre, fue su más connotada víctima de la hoguera.
El método usado por Calvino fue el encarcelamiento de la razón, liberada siglos atrás por la patrística y la escolástica, a pesar de serias recaídas ocasionadas por el oficialismo defensivo y muchas veces intolerante. No nos detendremos a examinar en detalle el pernicioso efecto de cualquier culto a la sola razón, tal como se instituyó en Francia a partir de la Revolución que hizo de ella una nueva religión, ni que la religión natural de filósofos o poetas, o la teofilantropía y la religión racionalista, sea el ideal a alcanzar, que no lo es. Menos aún rendiremos homenaje a la «Libertad, Igualdad y Fraternidad», tres palabras que hipnotizaron al mundo como descendidas de lo Alto; porque jamás antes se había herido y abusado más de la Razón que en estos tiempos en los que se inauguraba su reinado. Tampoco nos detendremos aquí a dar cuenta de los excesos cometidos por unos y otros fanáticos, ni de que la inquisición protestante fue de lejos más sangrienta que la católica, ni de que las brujas fueron más perseguidas en Inglaterra y Escocia que en España, sino que resaltaremos el hecho de que Santo Tomás, al incorporar el pensamiento aristotélico al cristiano, produjo el mayor milagro de la razón pura, siglos antes de que Kant intentara definirla. La Razón había sido liberada de la prisión pagana y ahora se encontraba con la Fe. Razón y Fe en que por autoridad se nos dice, y por ella lo creemos sin que requiera de comprobación alguna, que existió un Imperio llamado romano y que la capital de España es Madrid. Fe y Razón que da cuenta de que no todo es comprensible a la sola razón, como que creemos en la existencia de un más allá no sólo porque la autoridad nos lo diga, o porque nuestros sentidos lo constaten, sino porque nuestro interior lo revela. La Fe y la Razón se habían casado para siempre en la vieja Italia y la Autoridad había nacido, triunfante, en la cuna de la Verdad. Su residencia había sido la Libertad.


LA JUSTIFICACIÓN RAZONADA DEL CAPITALISMO


Es este punto concreto de la Libertad, así en mayúsculas, lo que nos trae de lleno a la justificación misma del capitalismo como método de organización social. La razón por la cual la gente normalmente prefiere el intercambio comercial, con o sin la carga de los intereses, es porque desea tener los que otros ya tienen, pero que por reticencias morales no se atreven a tomar por la fuerza o por el arte del engaño. El intercambio comercial no es más que el movimiento del producto de los recursos de capital, o del capital mismo, de una tenencia a otra, que también implica el respeto fundamental por la justicia, sin la cual, todo intercambio se hace difícil y problemático. Es decir, los mercados operan y funcionan porque la gente respeta sus presupuestos, porque el que compra o vende no sólo toma en cuenta sus propios deseos, sino lo que es deseable para los demás,  ya que si no fuera así, bien pronto los demás se lo darían a conocer. De esta manera, el dueño de un restaurante debe tener en cuenta el gusto de sus clientes y servirle lo mejor posible, porque si sus clientes no encuentran la comida que prefieren o con ella se enferman, el negocio no le durará mucho tiempo. Por eso, los mercados libres son la mejor alternativa a la violencia, ya que ellos nos socializan, nos civilizan.
        Un orden social muy simple, como el de una tribu o banda de nómadas, permite que un líder relativamente fuerte, o un tirano, coordine los esfuerzos de sus componentes para llevar a cabo lo que se propone; pero en la medida en que el orden social se vuelve más complejo, la operación de los mercados libres es lo que mejor ordena y conduce la sociedad. Esto obedece a que tal orden social complejo requiere de mayor información e interactuación de lo que una persona o grupo de personas es capaz de lograr. Los mercados tienen mecanismos para transmitir más eficientemente y a menor costo los precios, y los bienes y servicios requeridos que lo que es capaz de hacerlo una oficina de burócratas. Y como los precios son el lenguaje social de los mercados libres, su conocimiento permite que la gente saque ventaja del conocimiento que poseen los demás, sin que medie el que tenga que haber contacto físico o escrito entre las partes. Se concluye, entonces, que mientras más compleja sea una sociedad, más ha de necesitar de los mecanismos que el mercado proporciona para poder progresar y sobrevivir. Esto nunca lo entendieron los comunistas y es bien poco entendido por los socialistas, que siempre han intentado explicar la pobreza como consecuencia de los mercados libres y del capitalismo privado. Por eso siempre han deseado imponer el capitalismo de Estado. Pero la pobreza no necesita explicación alguna. Lo que necesita explicación es la riqueza, puesto que la riqueza, para ser creada, requiere de los mercados libres y que éstos estén protegidos por la ley. Es decir, requiere de los incentivos necesarios para que la gente trabaje para crear su propia riqueza.
 Dicho lo anterior, los mercados libres no nos hacen más ni menos egoístas de lo que ya somos. Cierto es que todo el mundo, aun los moralistas más acendrados, intentan vender por más, antes que por menos sus bienes o servicios, y realizar la mayor ganancia posible en las actividades industriales o comerciales que emprendan. Esto también significa que tales mercados hacen posible que aun los más píos, o los más egoístas, obtengan lo que quieren de manera pacífica. Es decir, los mercados libres presuponen el intercambio voluntario donde compradores y vendedores se sienten beneficiados. O sea que ningún mercado libre puede existir con el uso de la coerción como herramienta de intercambio comercial. Tal proceso de intercambio voluntario no solamente crea riqueza, sino que permite a ciertas organizaciones o personas caritativas disponer de parte de esa riqueza para ayudar al mayor número de gente posible. Sin estos mercados, sería imposible encontrar comida y otros suministros esenciales para cuidar de aquellos que necesitan de la caridad. Hacen posible la caridad de los caritativos.
Este argumento nos hace pensar que los fundamentos de la sociedad humana descansan en la cooperación a través de la división del trabajo: unos trabajan para hacer ganancias; otros para hacer caridad. Los primeros hacen posible los segundos. De esto se desprende que el amor, la solidaridad y la amistad son sólo frutos del beneficio que se obtiene a través de esa cooperación. Sin la creación de riqueza, difícilmente se puede concebir una sociedad que sea medianamente solidaria, o amistosa, o provista de amor con frutos de solidaridad con el prójimo. La miseria, en cambio, alienta el conflicto, destruye la solidaridad, la amistad, la cooperación, e induce a la guerra y al desastre. La existencia de los beneficios comerciales a través del comercio, de la producción y de la industria, permite la cooperación entre personas que no se conocen, que nunca llegan a conocerse y que ni siquiera comparten lenguas, ideales, o creencias comunes. Es por eso que no cejamos en reiterar que el progreso que hace posible la caridad con los demás sólo se alcanza si existen los mecanismos suficientes y necesarios para garantizar los derechos a la propiedad y a los mercados libres. Es decir, la libertad de escoger que nos ofrece el sistema capitalista es un principio moral que no puede ni debe sacrificarse al canto de sirenas de aquellos académicos que piensan que son lo suficientemente inteligentes para regir la vida de los demás y escoger por ellos. Son gente hinchada de un orgullo infernal, son mesías de utopías fantásticas, que se suscriben a los efectos visibles concretos, en tanto ignoran los efectos invisibles y los previsibles. Los visibles, las supuestas ventajas de empleo y salarios recibidos por los burócratas empleados por el Estado y las de aquellos que se benefician de pertenecer al aparato oficialista. Los invisibles, tipificados por personas que permanecen tras los telones del despilfarro y que nos hacen entender, si pudiéramos llegar a ellas, lo absurdo que es la destrucción de la ganancia como motor principal del capitalismo. Porque cuando el Estado abre carreteras, hace acueductos, repara calles y construye represas, produce no sólo empleo sino un visible bienestar; pero al mismo tiempo impide que otros trabajadores tengan acceso al trabajo y al bienestar cuando todo el mundo, y principalmente las empresas, tienen que pagar en impuestos o en inflación lo que se ha construido. Este es el efecto menos visto que nos lleva a lo previsible: la destrucción de la riqueza y el empobrecimiento colectivo. De esto hay innumerables ejemplos en la Historia.

EL NEXO ENTRE CAPITALISMO Y RELIGIÓN

 Si la libertad de escoger es un principio moral que nos ofrece el sistema capitalista, los presupuestos fundamentales que justifican este sistema también pueden servirnos para iluminar ciertos otros aspectos de la vida en sociedad.  La economía nos provee de suficientes herramientas intelectuales para entender no sólo las ciencias políticas, sino la religión misma. Empecemos con las primeras. Es entendible que la decisión política se fundamenta en la libre escogencia, motivada por las preferencias que suscitan unos candidatos sobre otros. Tal escogencia tiene costos y beneficios subyacentes, al igual que cualquier transacción mercantil. En todos los casos, el escoger siempre implica una pérdida de oportunidad y valor, que tiene que ser contrastada con la oportunidad y valor que se obtiene de lo escogido. Es, similarmente, entendible que en los aspectos religiosos operen, de cierta forma, algunos principios muy típicamente propios de los mercados. Me explico. La religión y sus diferentes organizaciones, llámense fraternidades o congregaciones, tienen que competir entre ellas para atraer nuevos miembros y vocaciones; tienen que proveer de ciertos servicios, ya sean del orden sacramental, espiritual o material, para que sus adherentes o devotos se sientan reconfortados y satisfechos. Con esto quiero significar que no existe una severa, profunda y fundamental contradicción operativa entre lo que el mercado provee y lo que la religión provee, pese a que las creencias religiosas ni se venden ni se compran. No obstante, la amistad, el amor, la caridad y la compasión humanos, en cierta forma, pertenecen a una categoría de “intercambio” de beneficios mutuos tanto para el que los otorga como para el que los recibe. Esto es evidente, pero con tal evidencia de ninguna manera se pretende reducir la experiencia religiosa a una experiencia mercantil. Tampoco equipararlas. Lo que se pretende es hacer abstracción de sus elementos comunes, i.e., la satisfacción personal, colectiva o social obtenida, entendiendo que cualquier intento por reducir la acción a una sola motivación falsifica, por así decirlo, la experiencia humana. Para abundar: los propósitos religiosos no pueden reducirse a unidades de medida de la misma sustancia y condición que los propósitos mercantiles o económicos. Se entiende que cuando un católico ruega por la salvación de su alma y busca los sacramentos, sus propósitos y motivaciones no son exactamente las mismas que cuando va a la tienda a comprar ropa, o al supermercado a comprar remesa. Sin embargo, lo que existe en común es que la acción del creyente y la acción del consumidor tienen un mismo origen: la voluntad para alcanzar lo que se busca, así los propósitos y motivaciones en uno y otro caso sean de la más variada especie. Es, justamente, este aspecto de coincidencia entre la religión y el libre mercado bajo el sistema capitalista lo que, en últimas, justifica la existencia y operatividad del libre mercado.




[1] Ludwig von Mises fue quien más contribuyó, junto con Fisher y Bohm-Bawerk, a sentar definitivamente la teoría sobre el origen del tipo natural de interés.
[2] Bernard Lewis, What Went Wrong? Oxford: Oxford University Press, 2002, p. 69.
[3] Jean Andreau, Banking and Business in the Roman World. Cambridge: Cambridge University Press, 1999, p. 17.3-4.
[4] Tomado de “Los romanos” de Guy de la Bédoyère, p. 134. Editorial Norma, 2006.
[5] Santo Tomás de Aquino, ver Summa Theologica.
[6] San Alberto Magno, Commentary on the sentences of Peter Lombard.
[7] Decía, por ejemplo: «Condenamos, además, aquella detestable e ignominiosa rapacidad insaciable de los prestamistas, rechazada por las leyes humanas y divinas por medio de la Escritura en el Antiguo y Nuevo Testamento y la separamos de todo consuelo de la Iglesia, mandando que ningún arzobispo, ningún obispo o abad de cualquier orden, quienquiera que sea en el orden o clero, se atreva a recibir a los usurarios, si no es con suma cautela, antes bien, en toda su vida sean estos tenidos por infames y, si no se arrepienten, sean privados de la sepultura eclesiástica».

[8] Por supuesto que había otras razones, como que los médicos aconsejaban a los pobladores cristianos no tomar agua de las norias porque, presuntamente, habían sido envenenadas por los judíos; otras, que los judíos se mofaban de la religión católica, de profanar hostias, de asesinar ritualísticamente a algún niño cristiano. En la mayoría de los casos éstas eran especies falsas difundidas por sus detractores, aunque pueden documentarse algunos casos ciertos de crucifixiones ritualísticas.
[9] Gregorio IX (1227-1241) de la carta al hermano R. , en el fragmento de Decr. 69 de fecha incierta.
[10] Ver Juan José Pérez Camacho, Domingo de Soto en el origen de la ciencia moderna, C.S.I.C, Ignacio Sols Lucía, UCM.
[11] St Augustine, City of God: book 22, chapter 24. Traducido por el autor.
[12] John Moorman, The Franciscan Order from its Origins to 1517. Oxford: Clarendon Press, 1968, pp. 307-19.
[13]  John Gilchrist, The Church and Economic Activity in the Middle Ages. New York: St. Martin’s Press, 1969, p. 107.
[14] Glenn Olsen, Italian Merchants and the Performance of Papal Banking Functions in the Early Thirteen Century, citado en David Herlihy, Robert Lopez y Vsevold Slessarev, editores deEconomy, Society and Government in Medieval Italy, Kent State University Press, p. 53.
[15] En los países islámicos el cobro de intereses está estrictamente prohibido por el Corán (2:275). Dicen allí que los bancos no cobran intereses, pero eso no es cierto. El método es cobrar un «arrendamiento», como en una especie de leasing, en que el prestatario paga el canon por determinado tiempo hasta cumplir con el banco. En ese arrendamiento está calculado el interés sobre el préstamo que, cuando éste se cancela, se escritura la vivienda. Otra ingeniosa forma de cobrar los intereses es prestar el dinero y convertirse en socios de la iniciativa empresarial hasta por el monto del mismo, con lo cual el banco no lo cobra directa sino indirectamente. El ingenio humano tiene muchas formas de excluir el «pecado» del libro.